ALICANTE EN LA GRAN CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA.

20.07.2017 12:24

                

                La crisis del imperio español.

                La Monarquía hispánica se encontraba seriamente comprometida en la guerra de los Treinta Años, en la que finalmente entró Francia del lado de sus enemigos. El esfuerzo humano y económico fue más que considerable, y pasó pesada factura a todos los contendientes. En el caso español, el creciente agotamiento castellano llevó a exigir mayores contribuciones a la Corona de Aragón. En 1640 estalló el malestar en Cataluña y las autoridades particulares del Principado se enfrentaron a Felipe IV. Los desacuerdos entre castellanos y portugueses derivaron en la separación de Portugal aquel mismo año. Entre la aristocracia andaluza y la aragonesa se dieron casos de desobediencia. Años más tarde, la rebelión se trasladaría a la Italia española.

                Las rebeliones y las derrotas no impidieron una cierta recuperación del poder español en el ecuador del siglo XVII, cada vez más valorada por los historiadores. Se hizo un serio esfuerzo militar en los Países Bajos, se aplacó la rebelión en Italia y se recuperó gran parte de Cataluña. Con los holandeses se alcanzó un acuerdo tras décadas de guerra. Se jugó en la división de partidos y obediencias de la Fronda, que conmovió Francia. No se pudo evitar la entrada en combate de la Inglaterra de Cromwell al lado de Francia ni la separación de Portugal, pero el sacrificio de súbditos como los del reino de Valencia, como los de la ciudad de Alicante, fue vital para preservar gran parte del territorio del imperio español hasta la paz de Utrecht.

                Patriotismo local y servicio al monarca.

                A comienzos del siglo XVII ganó popularidad el cultivo de la historia entre los españoles. Los documentados Anales de Zurita brindaron una gran cantidad de datos sobre el pasado de la Corona de Aragón, pero muchas obras de carácter local o corografías adoptaron elementos de historicidad dudosa.

                En Alicante no se formuló una historia que cuestionara la legitimidad del autoritarismo real, sino que demostrara la fidelidad de los súbditos a lo largo del tiempo, merecedora de recompensa, sin olvidar la exaltación de su antigüedad.

                El maestro humanista Martín Bertomeu fue el primero que la ponderó en una alocución el 18 de octubre de 1600, sin dejar de dolerse de la actitud de los cronistas del reino de Valencia al respecto. Esta pieza oratoria preparó el camino de empeños mayores.   

                Dentro de un ambiente religioso, Jaime Bendicho, justicia en 1627, se propuso escribir una historia de la Santa Faz. Hombre interesado en las genealogías de los prohombres alicantinos, su hermano Vicente, el deán de San Nicolás, sería el autor de una Crónica receptora de todos estos planteamientos. La ofreció en 1640 a los jurados, que dotaron con 200 libras las dos aulas de gramática atendidas por los jesuitas aquel mismo año.

                Soldados para el rey e imperativos defensivos.

                La apertura del frente catalán acentuó la necesidad de más soldados. En 1641 el representante de Alicante ante el monarca, Jerónimo Sanz, ofreció 570 libras y cuarenta soldados por dos meses como contribución a los 2.000 hombres del reino de Valencia. Se destinaron veinticinco soldados para el campo de batalla y diez para guarnecer Tarragona en 1644, con su correspondiente socorro económico.

                Las deficiencias defensivas de Alicante eran evidentes, especialmente cuando las armadas francesas entraron en combate. La declaración de guerra inglesa empeoró el problema. En 1656 el síndico Juan Bautista Paravicino sugirió el derrumbe del arrabal de San Francisco y sufragar las nuevas fortificaciones con el derecho de Cruzada  y el de quema sobre los barcos de origen nórdico, en lugar de recurrir a los donativos. Se temió un ataque de las flotas de la Inglaterra de Cromwell y se pidió cobre para hacer doce culebrinas. Sin embargo, la amenaza inglesa se concretó más tarde, en julio de 1661, con la monarquía ya restaurada. Dieciséis fragatas y cuatro pequeñas naves al mando de lord Montagu se avistaron en el litoral alicantino. Decían ir contra Argel, pero se temió lo peor cuando los recién llegados bajaron a la Huerta a abastecerse y reconocieron las defensas locales. Al final no sucedió nada. La catástrofe acontecería treinta años más tarde.

                Dineros para la guerra: el engranaje de impuestos y préstamos.

                En 1640 Bendicho estimó el montante de los derechos reales en Alicante (como los de la aduana) en unas 15.750 libras, una suma propia de un buen año. Tales ingresos pasaban a las arcas de las autoridades regias, y el municipio alicantino cobró además otros gravámenes para atender a sus necesidades particulares, que al final también se destinaron al servicio del rey para sus inacabables guerras.

                De 1641 a 1642 la recaudación de los derechos municipales descendió un cinco por ciento, de las 16.375 a las 15.527 libras. Lo habitual era que los fiadores de los arrendadores de los mismos fueran prohombres locales como Gabriel Pascual. Entre 1641 y 1642, de manera más desglosada, la sisa del comercio pasó de 9.105 a 8.500 libras, la de la pesca de 2.950 a 2.260, la del aceite de 230 a 220, el derecho del muelle de 276 a 245, y el corte del atún de 56 a 25. Por el contrario, la sisa de la carne pasó de 880 a 1.200 libras, los derechos nuevos de 1.650 a 1.667, los pesos y la romana de 605 a 635, y la sisa de la panadería de 623 a 625. En las recaudaciones de este último año se incluyó la partida de los derechos de anclaje (unas 150 libras).

                La insurrección de Portugal alteró el suministro de atún en barril, lo que no pasaría desapercibido a los mercaderes bretones y de otros puntos de la Europa Atlántica. En 1641 se entabló un pleito por la pérdida de once barriles de salmón. La sisa del comercio o de la mercadería, que gravaba los tejidos de paso de Italia a Castilla, acusó los problemas de las manufacturas italianas. Los problemas económicos y militares del momento repercutieron en los derechos del muelle y de anclaje. Los aumentos de la sisa de la carne, de la panadería y de la romana, de carácter más interno, lo compensaron parcialmente, si bien el pequeño retroceso de la sisa del aceite cabe también atribuirlo al aumento de las viñas en el término.

                La sisa de la mercadería sirvió para satisfacer las pensiones de los censales, recibiendo en 1642 las instituciones religiosas de la ciudad de Valencia el 47´1% de lo recaudado, los caballeros valencianos el 25´4%, los grandes nobles valencianos el 15´3% y los alicantinos afincados en Valencia el 12´2%. Así pues, en 1654 las autoridades regias pidieron 3.000 libras, lo que obligó a tomar préstamos por valor de 2.000. En 1658 se arrancó un donativo voluntario de otras 3.000 libras.

                Contratiempos de los tiempos.

                Las décadas centrales del siglo XVII fueron difíciles para muchos países del Viejo Mundo, hasta tal extremo que se ha hecho conocida la expresión Siglo de Hierro para referirse a este tiempo de decadencia en relación a una perdida Edad de Oro. La ciudad de Alicante, con importantes conexiones comerciales, no padeció los rigores de otros puntos de la península Ibérica, pero no se libró de complicaciones como la plaga de langosta que en 1640 azotó a su campo.

                Peor fue la gran peste que azotó la cuenca occidental del Mediterráneo de 1647-57. En los meses de enero y febrero de 1648 se dieron casos de infección en la calle Caballeros. Los prohombres optaron por refugiarse en sus residencias rurales. Hasta diciembre no pasó el peligro. De aquel episodio quedó la advocación a la Virgen del Remedio y un descenso de población de la ciudad de 1.372 a 1.077 vecinos entre 1646 y 1652.

                En tales circunstancias, preocupó sobremanera la asistencia sanitaria y espiritual. A 8 de mayo de 1653 los religiosos de San Juan de Dios pidieron fundar un convento dentro del Hospital.

                Cosechas y mercaderes.

                Alicante fue un importante puerto de tránsito de mercancías procedentes de otros puntos de la geografía europea. En aquellas décadas, algunos comerciantes ingleses tomaron aquí residencia, con independencia de las cambiantes circunstancias políticas. Al fin y al cabo, los prohombres locales practicaron un importante contrabando a despecho de las prohibiciones reales.

                La venta de sus cosechas de vino era uno de sus activos comerciales desde hacía mucho, y en línea con el pensamiento económico coetáneo se formó en 1640 una junta municipal de semaneros para controlar la entrada de vino forastero. En 1660 se cargó contra los carreteros que transportaban tal vino. Junto a los provechos mercantiles se situaron los fiscales, ya que en 1645 se quiso establecer sisa sobre la excelente cosecha de vino de 1645.

                La necesidad de agua volvió a ser imperativa, en un momento en el que la red de regadío era ampliada en distintos puntos de la España mediterránea. Las obras del pantano de Tibi habían sido muy costosas para las arcas municipales y el endeudamiento prosiguió a mediados del XVII. En 1651 se denunció la cava de azudes y acequias para desviar agua de Castalla al pantano, y en 1660 se extrajo agua de la sierra de Jijona en forma de nieve. Del arrendamiento de sus pozos de nieve (necesarios para refrescar y aminorar el riesgo de enfermedades en verano) tenemos constancia para 1661.

                El éxito comercial de Alicante, reflejado en el peso alcanzado en la gestión de la bailía de la gobernación, animó a otros a seguir sus pasos con la venta de sus producciones y la captación del comercio foráneo. Desde Alicante se reaccionó en contra de tales deseos. En 1643 se quiso prohibir el embarque y el desembarco en las playas de Elche y Orihuela sin licencia. Se denunció en 1650 que las barcas genovesas del trigo defraudaban al pasar el género a Castilla, lo que pondría en riesgo la renta media de 16.000 libras anuales del real patrimonio. Para conseguir sus propósitos, se insistió desde los medios alicantinos en la necesidad de mimar una plaza muy expuesta al peligro. En 1653 el prohombre Vicente Zaragoza recalcó la cercanía de Argel y el riesgo de la fuerte armada francesa en el Mediterráneo al respecto.

                Lo cierto es que la ciudad aguantó bastante bien el terrible momento de crisis general de la Monarquía, y bien puede sostenerse que se convirtió en uno de sus activos financieros. Su aduana, por ejemplo, pasó de  tributar 1.900 libras en 1572 a 2.717 en 1660. Tampoco tuvo que deplorar, de momento, ningún bombardeo enemigo, cuando la guerra devastaba gran parte de Europa. No fue poco.

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