LA COFRADÍA CONTESTANA DE SANTA MARÍA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

13.03.2022 13:23

               

                El reinado de Juan I de Aragón estuvo marcado por el estallido de la furia contra las comunidades judías, que estuvo a punto de extenderse a las mudéjares. Tan luctuosos sucesos alcanzaron a gran parte de la Península. El 15 de marzo de 1391 sucedieron los primeros incidentes en Sevilla, que en el verano siguiente alcanzarían una gravedad extrema, que pondría en serios aprietos a las autoridades de Castilla y de Aragón.

                Por entonces, se vivían momentos de inquietud espiritual. La cercanía del 1400, en medio de fuertes problemas como el cisma de la Iglesia, presagiaba en ambientes franciscanos la inminencia del Milenio. En vista de ello, los predicadores instaban a los fieles a reformar sus costumbres y llevar otra vida. La formación de cofradías respondería a este deseo de rectificación moral.

                El 15 de abril de 1391, poco antes de desatarse con toda su furia la tormenta anti-judía, las gentes de la villa de Cocentaina presentaron los estatutos de una cofradía a su señora, doña Violante de Bar, la entonces reina de Aragón.

                Por entonces, la villa era el núcleo de una baronía del mismo nombre, con una importante población mudéjar distribuida entre su arrabal, sus lugares y alquerías. Los cristianos apenas representaban un poco más de la mitad de toda su población, apiñándose mayoritariamente en la villa. Su número osciló entre los 323 y los 243 hogares entre 1379 y 1429, mientras que el de los musulmanes permaneció más estable, entre los 219 y los 207.

                La inmigración no benefició por entonces al grupo de los cristianos, castigado por las epidemias y los requerimientos fiscales. Sus prohombres, rectores de su municipio, pusieron en marcha la iniciativa de la cofradía para fortalecer la comunidad, también amenazada (por si faltara algo) por banderías y parcialidades.

                Se dirigieron, pues, a su señora, que aquel día 15 de abril se encontraba en Zaragoza. La reina y señora ejerció entonces de protectora Virgen María, a la que se consagraba la cofradía. Además de aprobarla, sacó cara ante su baile por la contestana Benvinguda, la empobrecida viuda del habitador Pere Domènec, para que no se le decomisara la mitad de un molino.

                La sede de la nueva cofradía sería la iglesia parroquial de Santa María, la de la villa. Solemnizaría las festividades de la Asunción y de la Candelaria, la de la purificación de Santa María al ser presentado Jesús en el Templo de Jerusalén.

                La cofradía estaría regida por regidores y mayorales, escogidos cada 15 de agosto, el día de la Asunción. Custodiarían los bienes de la cofradía. Con el consejo de todos los cofrades, harían los estatutos pertinentes. Los cofrades, bajo la supervisión del baile, podían reunirse cada  año por Santa María de Agosto y de Febrero, la Candelaria. Los responsables punían en cera, dinero o cosas de valor por una suma de cinco sueldos barceloneses. No obstante, antes se debía amonestar al infractor caritativamente, primero en privado y luego en público en la reunión de la cofradía.

                Podían ingresar hasta cien hombres y cien mujeres. El derecho de ingreso era de un florín, y cada año, por la Asunción, se pagaban dos sueldos barceloneses. De sus bienes solo podían legar dos florines. No toda la población cristiana podía formar parte de la cofradía, que parecía reservarse a cierto vecindario con medios y actitudes morales.

                Es significativo, pues, que no pudieran ingresar los varones concubinarios, ni las mujeres tachadas de deshonestas. Todo cofrade que incurriera en tal pena sería expulsado. Quizá, todo ello fuera el resultado de los problemas causados por las mortandades, que desharían no pocas parejas.

                Cada festividad de Santa María de Agosto, se debía ordenar misa solemne, con todos los ornamentos oportunos. Tales elementos también se dispongan en los sepelios de los cofrades.

                Se asistiría funerariamente, como en otras cofradías coetáneos, a los fallecidos a dos leguas, con cruces y cirios. En su muerte, todos debían asistir a su funeral, rezando cada uno por su alma veinte padres nuestros, veinte avemarías y los siete salmos penitenciales una vez. De no saberlos rezar o no querer, pagaría seis dineros barceloneses. La cofradía también se proponía reforzar la catequización de gentes consideradas cristianas.

                Tampoco se olvidó que todo cofrade necesitado tendría la asistencia de sus hermanos, en la enfermedad y en la muerte, corriendo la cofradía con los gastos funerarios. El movimiento cofrade había recalado en Cocentaina, pues, para intentar paliar más de un problema de sus atribulados vecinos cristianos.

                Fuentes.

                ARCHIVO DE LA CORONA DE ARAGÓN.

                Real Cancillería, Registro  1898.