LOS VALENCIANOS, A EXAMEN. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

23.10.2022 12:35

               

          ¿Quiénes son los valencianos?

            La Valenciana es una de las diecisiete comunidades autónomas de la actual España, cuyo estatuto se aprobó en 1982. Desde el 2006 ha recibido la consideración de nacionalidad histórica, algo que se aviene bien con su pasado como reino desde Jaime I.

            Sin embargo, el territorio de la actual Comunidad Valenciana no coincide exactamente con el del antiguo reino, que nunca albergó a localidades como Villena o Requena, incorporadas provincialmente en el siglo XIX. Por otro lado, hasta 1308 las tierras al Sur de Jijona no formarían parte del mismo, conservando algunas de sus particularidades legales de época castellana.

            A pesar de todo ello, el núcleo territorial valenciano se encontraba bien establecido a inicios del siglo XIV, con municipios como Morella, Burriana, Valencia o Játiva. El mismo Jaime I había dotado a su capital de unas leyes propias, los fueros, que en el primer tercio del siglo XIV se convertirían en las de todo el reino con matices.

            Las leyes fueron de una importancia trascendental a la hora de establecer una primera identidad valenciana, que se configuró a lo largo del siglo XIV. Para la población cristiana, de variada procedencia, resultó fundamental, pero no se logró integrar en términos actuales a las comunidades judía y musulmana. Entre 1391 y 1492 los judíos se debatieron entre la conversión forzosa y el difícil mantenimiento de su identidad, pero al final se impuso la expulsión; al igual que en 1609 la de los moriscos, oficialmente cristianos desde las conversiones impuestas de las Germanías, muchos de ellos realmente musulmanes. La identidad valenciana, al igual que la de otros puntos de Europa, es fruto en gran parte de la imposición.

            Históricamente, la ciudad de Valencia ha descollado en su territorio y a veces ha sido agasajada con la consideración de madre por otros municipios, pero también ha protagonizado enconadas rivalidades con otros no dispuestos a perder su cota de poder: Játiva, Orihuela o Alicante. A veces, incluso, se ha caracterizado el reino valenciano como una auténtica confederación de municipios autónomos, bien cargados de orgullo.

            Estos sentimientos, además de las rivalidades entre vecinos, no son privativos de los valencianos, por supuesto, pero han tenido mucha importancia en el sentimiento de valencianidad, y las tres provincias han sido consideradas a veces elementos de separación.

            Ya se ve que en la tierra valenciana no todo ha sido fiesta y alegría, la del feliz Levante. La propaganda turística se ha nutrido en más de una ocasión de exaltaciones locales del siglo XIX, que a su vez proseguían ciertas visiones complacientes del Renacimiento e incluso de antes.

            Tal orgullo patrio, tampoco exclusivo, no ha convertido a los valencianos en unos ingenuos que ignoraran los rigores de la sequía, los desmanes de las inundaciones o los zarpazos de la piratería en su litoral. Un naturalista como Cavanilles escribió una notable obra sobre las tierras valencianas a fines del siglo XVIII, que todavía impresiona por su exactitud.

            Y es que en el Siglo de las Luces los valencianos tuvieron fama de lograr grandes progresos en ciencias (en otros momentos gozaron de la de artistas), pero también fueron tachados de desleales, de rebeldes, por el apoyo de muchos de ellos a los Habsburgo durante la guerra de Sucesión.

            En otras épocas la acusación fue de pasividad, de sumisión al poder, los que en tiempos de los Reyes Católicos eran tachados de poner en jaque a la justicia con sus parcialidades, que prosiguieron hasta bien tarde bajo la forma del bandolerismo.

            En verdad, la identidad depende también mucho de cómo la vea cada uno. Resulta lógica que la de los valencianos, con una Historia repleta de incidencias, sea tan compleja como difícil de establecer, por mucho que algunos la hayan querido simplificar a partir de un rasgo cultural de una época.

            Los valencianos y su identidad han cambiado, cambian y cambiarán a lo largo del tiempo. Su Historia no resulta de su personalidad, sino que su personalidad es la consecuencia de su Historia. Los más de cinco millones de habitantes de hoy apenas eran un cuarto de millón en el siglo XV, menos cercanos a la peligrosa costa que los mucho más confiados del presente. Hay algo que nos acerca a aquellas gentes de hace quinientos años: su diversidad.  

            Durante un tiempo, no muy lejano, se caracterizó Valencia en términos de dualidad, en punto a los idiomas más hablados en cada zona, por ejemplo. A día de hoy, una parte de ella comparte las posibilidades y los problemas del saturado cinturón mediterráneo, mientras otra bascula hacia la España Vaciada. Nuevamente, los valencianos vuelven a mostrarse complejos, poco propicios a ser simplificados, a ser despachados de forma simple: motivo para apreciarlos, no para desesperarse con ellos, en este siglo XXI de identidades complejas y aprecio por la diversidad.

          ¿Cómo es y ha sido su territorio?

            Las playas valencianas atraen todos los veranos un sinfín de personas, que llegan a disputarse el lugar donde poner la sombrilla. También han proliferado los edificios de múltiples plantas, a lo rascacielos, y una verdadera muralla de cemento ciñe muchos kilómetros de la costa valenciana. El gran invento del turismo ha cambiado de forma contundente el paisaje y la forma de vivir de la gente desde el Desarrollismo. El Benidorm de antes de todo este torbellino era muy distinto del que conocen miles de visitantes.

            Aunque recientemente se quieren reconocer los méritos del modelo de Benidorm, en especial tras la última crisis pandémica, sus detractores han florecido tanto como las sombrillas estivales. Desde el ecologismo se denuncia la destrucción del medio ambiente, la aniquilación de espacios naturales en nombre de la especulación.

            El alcance de lo sucedido en estas últimas décadas no tiene precedentes en nuestra Historia, aunque no es la primera vez que las comunidades humanas sientan sus reales en el paisaje valenciano, de impactantes sierras y planicies de gran fertilidad, sometido a los vaivenes del clima mediterráneo, deparador de dulzura y de amargura.

            Los humedales del litoral todavía eran un formidable enemigo para la salud humana en el siglo XVIII, asociándose a fiebres epidémicas. Mucho antes, existió una tierra valenciana en la que estuvo vedado el cultivo del arroz por considerarlo punto de arranque de enfermedad. En aquella Valencia que temía la llegada de los calores del estío, tan distinta de la actual, el litoral solo parecía tierra de promisión para los pescadores, como los de la Albufera, siempre con el riesgo de sufrir un ataque de algún pirata. Sus naves, como las de los pertinaces corsarios argelinos, surcaban las aguas de su mar, pero también los barcos de cabotaje de sus naturales, bien capaces de animar el tráfico comercial de sus puertos, atractivos a los hombres de negocios del Mediterráneo y del Atlántico.

            Venían no solo para vender sus mercancías, sino también para cargar los productos del terrazgo valenciano, como las pasas de los mudéjares o sus vinos. Gracias a la inestimable afluencia de trigo desde Castilla y Sicilia (uno de los graneros del Mediterráneo), se fortaleció la agricultura comercial, que se deshizo de muchas cortapisas bajo el estandarte de la revolución liberal. A despecho de la inestabilidad política, el siglo XIX fue al respecto más expansivo y conquistador que el XVIII. La epopeya de cañas y barro no fue solo novela. El arroz y la naranja, sin olvidar la vid, alcanzaron su lugar de privilegio, casi simbólico, en el paisaje valenciano, alentando incluso movimientos industrializadores, que también llegaron a la siderurgia y a la construcción naval.

            Toda aquella prosperidad, la aparente y la real, no descendía del azulado cielo de nuestras latitudes, por mucho que lo cantaran los poetas de la Renaixença con énfasis, sino del abnegado trabajo de una legión de agricultores, algunos enfiteutas, muchos con la costumbre del buen labrador por delante. Su importancia ya se había hecho perceptible durante la Baja Edad Media, pero la expulsión de los moriscos les permitió acrecentar su protagonismo en áreas de interior y de relieve montañoso.

            Antes de 1609 habían laborado y vivido las comunidades musulmanas (primero mudéjares, moriscas luego) que se habían ido formando tras la conquista de Jaime I. La colonización cristiana, que hemos llamado tradicionalmente la Repoblación, desplazó a los islamitas de muchas áreas de la llanura, donde acrecentaron la red de regadío, cuyas líneas maestras trazaron los romanos, y establecieron instituciones y usos de aprovechamiento hídrico más tarde seguidos y adaptados, como ejemplifica el Tribunal de las Aguas de Valencia.

            Al llano ya habían obligado los romanos a descender a más de una comunidad ibera, cambiando de manera notable el paisaje humano de las tierras que con el correr del tiempo se convertirían en el reino de Valencia. Fundaron ciudades (como la misma Valencia), establecieron villas y trazaron caminos, los de las famosas calzadas, que serían de gran importancia para el viario de muchos siglos. Cambiaron nuestra Historia.

            Antes de ellos, los iberos se decantaron por patrones de asentamiento de mayor altitud a nivel general. Sin embargo, la investigación arqueológica nos ha descubierto unas gentes que también organizaron con detalle su territorio, que cultivaron con resolución sus terrazgos y que comerciaron con éxito con otros pueblos del Mediterráneo.

            A través de aquel vivificador mar llegaron las gentes que aportaron a estos lares la agricultura, toda una revolución que fue siendo asimilada por otras comunidades de cazadores y recolectores. Ni el mar ha sido una muralla ni un reducto inaccesible la montaña para las gentes de esta parte del mundo: nunca.

            Habitamos una tierra llena de vida, por mucho que sus cicatrices nos conmuevan, producto de la bravura tectónica y de la erosión paciente y cachazuda. Una hermosa tierra, que ha perdido la huerta de Alicante y que parece entonar el toque de difuntos por la de Valencia, pero que atesora una extraordinaria diversidad paisajística, digna de Grecia, que orgullosa se resiste irreductible a toda simplificación, como sus gentes. Un mosaico donde siempre es posible encontrar una sorpresa. El lugar del mundo con el que nos identificamos, que como otros de sus hermanos tiene que enfrentarse al cambio climático de estos últimos tiempos.

               ¿Cuál ha sido la capacidad de decisión de los valencianos?

                En lo reivindicativo, ni la actual Comunidad ni el antiguo reino parecen haber gozado de mucho éxito, y ha sido redundante hablar de la falta de mordiente de los valencianos, demasiado sumisos al poder de turno. Sus contrafueros eran capeados y sus Cortes apaciguadas. De aquí se han ido desprendiendo una reata de conclusiones desalentadoras sobre su carácter, recogidas a veces por el nacionalismo contemporáneo.

                Claro que no siempre han sido complacientes con la autoridad real o estatal, como prueban los episodios de la Unión y de las Germanías. A veces, se resistieron de manera más sutil e indirecta, no cumpliendo las disposiciones de la justicia e imponiendo la ley de los hechos consumados en temas tan sensibles como el del contrabando.

                Aunque la capacidad de presión de la sociedad valenciana no ha gozado de mucho reconocimiento, que digamos, sus distintos grupos sí que han sabido ejercer su influencia en una situación determinada. Su oligarquía decimonónica alentó la vuelta de Alfonso XII, y uno de sus linajes alcanzó el solio pontificio.

                Quizá, quizá, fuera más correcto hablar en términos históricos de grupos sociales valencianos que de un pueblo valenciano, a modo de un bloque. En nuestro particular desfile de oficios y dignidades, propio de las grandes solemnidades, los garrotazos no han sido infrecuentes, ni terminar como el rosario de la aurora tampoco.

                Los menestrales les disputaron el poder a la oligarquía de varias ciudades durante las Germanías, más de una comunidad morisca plantó cara a sus señores, los repobladores del XVII continuaron haciéndolo y la guerra de Sucesión se convirtió entre nosotros en un enfrentamiento social de gran intensidad. La victoria de los Borbones no aniquiló la conflictividad antiseñorial, que rebrotó con fuerza en el XIX, el siglo de grandes reivindicaciones sociales, fundamento de los movimientos que hicieron la revolución durante la última guerra civil española.

                También aquí se ha protestado con los pies, marchando a otros puntos de Europa, América o África, aunque en numerosas ocasiones el éxodo ha tenido muy poco de voluntario. El exilio nos ha marcado desde Jaime I a Franco, y muchos nacidos en la tierra valenciana acabaron sus días en otra.

                Las penalidades de los expulsados y los silenciados, las víctimas de la represión, afectaron fatalmente a la salud del cuerpo social, que perdió elementos valiosos y que vio mermada su capacidad de decisión bajo los golpes. En tierras valencianas, se ha sufrido castigo por confesión religiosa, por apego a unas instituciones, por idioma, por opinión social, por condición sexual o por opiniones políticas. ¡Casi nada! Quizá la tendencia burlesca valenciana tenga algo que ver con tanto palo recibido, a modo de escape vivaz y momentáneo del que no se da por vencido en el fondo.

                El individualismo ha sido otra respuesta habitual, de gentes que han querido llevar las riendas de sus vidas de la mejor manera posible, con pragmatismo y sin desdeñar contactos exteriores. Por ello, la capacidad de decisión de los valencianos se traduce en múltiples iniciativas, algunas afortunadas, otras no bien entendidas, en vivo contraste con su más discreta proyección política como grupo. Cosas de un territorio, de un país, de ciudades y pequeña y mediana propiedad, con siglos de Historia a cuestas.