EL TEMOR A LA EXTENSIÓN DE LA GUERRA DE LAS ALPUJARRAS.

02.05.2018 16:23

               

                Las comunidades musulmanas oficialmente convertidas al cristianismo, las de los moriscos, no encajaron en la España de la Contrarreforma. Sus costumbres y creencias chocaron con las ideas oficiales, y el 1 de enero de 1567 Felipe II promulgó una pragmática sanción contra las de los moriscos del reino de Granada. Para muchos historiadores, aquel acto fue el pórtico de la sangrienta guerra de las Alpujarras, iniciada oficialmente en la Navidad de 1568.

                El conflicto entre moriscos e instancias de la Monarquía también afectó al reino de Valencia, con importantes comunidades mudéjares desde la conquista de Jaime I. El 8 de febrero de 1568 se celebró en su capital una congregación de prelados que recomendaron varias medidas represivas en la línea de lo dispuesto en Granada. Se declararían nulos los documentos jurídicos redactados en árabe, se quitarían con tiento tanto su idioma como las costumbres y vestimentas femeninas, no se usaría el breve papal que facultaba los matrimonios en grado prohibitivo por un año, se alentaría la libertad matrimonial, se castigaría a los señores tolerantes con las costumbres islámicas, se declararía la tenencia de un moro de allende o de un morisco de otros reinos, y se encomendarían los mesones a los cristianos viejos, por temor a que los moriscos apresaran con destino a Argel.

                La desconfianza hacia los moriscos era más que evidente en el reino valenciano. Aquí también la Real Audiencia, con la asistencia del virrey, desempeñaría un importante papel contra los usos de aquéllos. En Granada semejantes disposiciones llevaron a varios notables moriscos a urdir un levantamiento alrededor del Albaicín, pero en Valencia los moriscos ya no formaban una comunidad tan enlazada, capaz de nombrar un verdadero comandante con posibilidades reales de mando más allá de su localidad. Distribuidos en diferentes comunidades, muchas alejadas de las principales urbes y bajo la autoridad señorial, los moriscos valencianos no presentaron en aquella ocasión el frente unido de los granadinos.

                Algunos notables optaron por otro tipo de resistencia, más indirecta y corrosiva si se quiere. Un 9 de agosto de 1569 el virrey expresó su temor a que la marina del reino se terminara despoblando por la embarcación de moriscos al Norte de África desde punto como Gandía u Oliva, donde el hijo de un médico morisco había logrado huir y regresar con fragatas argelinas para proseguir los embarques.

                Felipe II opinó que tales inconvenientes se podían esquivar disponiendo una guardia de jinetes rápidos en la costa, pero el reino no siempre disponía de los fondos suficientes para sufragarlos. A pesar de todo, el primero de septiembre de aquel mismo año los diputados de la Generalidad quisieron proveerse de 4.000 arcabuces y de 2.000 picas de cara al verano, que se esperaba muy conflictivo a la sazón, conservando hasta el momento las armas en buen estado.

                La tenencia de armas en manos de los moriscos inquietaba mucho, pues se temía que de un momento a otro saltara la chispa de la rebelión en Valencia. Se les tomaron muchas, y las cuentas de las vendidas se remitieron al maestre racional el 24 de septiembre. Una parte de las armas fue a parar al castillo de Játiva, a modo de arsenal, para más tarde repartirlas entre las villas reales, muchas con las finanzas en estado precario, y demasiado cercanas a las comunidades moriscas. El virrey, el conde de Benavente, dio por óptimas de seiscientas a setecientas ballestas de los moriscos, que debían conservarse en el Real de Valencia.

                La guerra de las Alpujarras fue, ante todo, un enfrentamiento cruel, en el que menudearon las emboscadas y las matanzas, en el que se cautivó a todo tipo de personas sin ninguna consideración humanitaria. Se prohibió que los moriscos valencianos pudieran comprar cautivos granadinos, que podían poner en libertad con funestas consecuencias para las autoridades cristianas, temerosas del contagio de la rebelión.

                Se revivieron entonces escenas más propias de la frontera medieval hispánica que de la más ordenada España de las Austrias, pues del reino de Murcia, del marquesado de Villena y de varias localidades de la raya con Valencia partieron muchos sin licencia regia para ir a la guerra a su placer, a saquear y apresar. Don Juan de Austria, al frente de las fuerzas cristianas en las Alpujarras, sugirió que se les perdonara a cambio de servir en las compañías valencianas de Juan Boíl y de Juan Montano de Salazar en el verano de 1570. La solución pareció oportuna al virrey de Valencia, que temía la salida de soldados (como los trescientos infantes destinados a la segunda compañía citada) del amenazado reino, tanto por tierra como por mar. La armada otomana se conducía amenazadora un año antes de la batalla de Lepanto, y para muchos valencianos el peligro era más que cierto.