¿MI CASA, MI CASTILLO?

22.12.2018 12:20

               

                El problema de la seguridad, de ponerle coto a la violencia, ha preocupado, preocupa y preocupará a todo poder público. Algunos autores han llegado a hablar del monopolio de la violencia por parte del Estado para explicar la lucha contra su uso por otras fuerzas sociales, como los nobles de la Baja Edad Media.

                Tal problema se encuentra en el corazón del proceso de maduración del reino de Valencia. La paz pública se consideró desde su fundación, surgida de una conquista, un bien inapreciable. En su día, los Fueros promulgados por Jaime I estipularon diversas penas contra todo quebranto del domicilio particular o albergue, el sancta sanctorum de la vida familiar acogedora del individuo según los cánones de honorabilidad de su época. Quien irrumpiera y robara algo, debería resarcirlo con el doble del valor de lo robado. La indemnización debería atender igualmente a la gravedad del robo y a la condición social del propietario, nada baladí en una sociedad de órdenes como la del siglo XIII. La herida a la persona afectada por la entrada violenta en su albergue se valoró en un morabatí y en cien la lesión. La simple irrupción con armas se penó con diez. La nocturnidad duplicaba tales penas, que en caso de no pagarse ocasionarían una condena criminal.

                Semejantes disposiciones no evitaron el estallido de violencia padecido por el reino de Valencia, y otras tierras de la Cristiandad, a fines del siglo XIV. Se habían formado coaliciones de gentes poderosas, las banderías o parcialidades, que pugnaban por el poder municipal en diverso grado. La ciudad de Valencia se encontró desbordada, y se dirigió al rey Martín I en busca de apoyo. Antes se había quejado a su difunto hermano Juan I de maltrato a caballeros y ciudadanos por los oficiales reales y de subir los impuestos. Si antes se quejaban de los excesos del gobierno real, ahora lo hacían de sus defectos. La coalición entre monarquía y patriciado urbano propugnada por algunos estudiosos del absolutismo no dejó de ser históricamente frágil.

                El 7 de julio de 1398, desde Zaragoza (donde posteriormente sería coronado), dictó una pragmática sanción o edicto que endurecía el anterior fuero sobre el quebranto de domicilio particular. Se presentaba Martín I como el buen príncipe y rey que proveía en mejora de sus súbditos. Sostuvo que aquella ley no había detenido los delitos que perjudicaban la cosa pública, pues a la flaqueza del injuriado se unía la fuerza del injuriador, clara forma de responsabilizar de la violencia al grupo de poderosos que hacían y deshacían fuera y dentro de la ciudad de Valencia, por gran parte de su reino. Es más, sus ruegos y peticiones surtían efectos exculpatorios.

                Partiendo del hecho que el albergue debería de ser el refugio de cada uno, de manera taxativa, se dispuso la pena de muerte a todo el que lo combatiera desde la misma puerta. El que acudiera a tal fin sería multado o condenado a exilio o prisión según las autoridades municipales. Nada de ello impugnaba las penas consignadas anteriormente en los Fueros, de las que no se podría hacer remisión alguna.

                De no quejarse el injuriado o no poder sostener la demanda, el procurador fiscal del rey u otro del consejo de abogados del fisco podía actuar de oficio, por iniciativa propia o procedimiento inquisitorial, tan propio de las monarquías que se intentaban afirmar. Conscientes de la complicidad que los poderosos infractores podían hallar en las altas esferas de la administración coetánea, se amenazó con sanciones de doscientos morabatinos de oro a los incumplidores y en el caso de persistir con privación de oficio. Además, la nueva pragmática sanción no era interpretable ni debía contemplar excepciones.

                El tono de la ley contra tal delincuencia se endureció, pero no pasó de ser en muchos casos una declaración de intenciones. Los quebrantos de albergues prosiguieron a despecho de la amenaza de muerte, aunque no dispongamos de cifras, y sus responsables recurrieron a sicarios para sus fines, algunos de condición eclesiástica. El interregno que siguió al fallecimiento de Martín I (1410-12) no ayudó en nada a la tranquilidad pública en Valencia, pero el fallo era más profundo que la ya de por sí grave falta de monarca. Varios de los responsables de los quebrantos ocupaban puestos de relevancia en el municipio valenciano y en la administración real. Los partidismos se sustanciaron demasiadas veces de forma contraria a la paz pública, representada por la seguridad del domicilio particular.