AMORES QUE MATAN.

02.07.2016 21:04

                

                Una cosa es prometer y otra muy distinta es dar trigo, como es de sobra conocido. La administración de justicia ha padecido esta máxima en lugares y épocas muy dispares. El reino de Valencia no logró escapar de ello y sus virreyes se quejaron amargamente en el siglo XVII de las dificultades con las que topaban a cada paso. Más allá de las restricciones forales al ejercicio virreinal de la administración de justicia nos encontramos con un factor antropológico muy peculiar de este territorio de la Europa mediterránea, el de la fortaleza de los linajes en la vida  

                El 4 de enero de 1661 el virrey, el marqués de Camarasa (posteriormente asesinado en Cerdeña), pidió no sin desesperación al Consejo de Aragón ayuda económica para impulsar unas medidas que apaciguaran los ánimos de la parte del reino comprendido entre Relleu, Villajoyosa y Muchamiel, a caballo entre la Marina Baja y el Campo de Alicante.

                Dos parcialidades se disputaban la vida de Relleu, la de los Cabot y la de los García. Sus momentos de concordia eran breves instantes de una pelea sempiterna. En uno de aquéllos se abrieron unos galanteos que concluyeron en tragedia. Dos mozos de los García terminaron asesinados. Relleu volvió a arder y sus vecinos echaron mano de sus armas.

                Lo más grave es que las dos familias tenían parentescos y valedores en otras localidades, que también se aprestaron a la lucha fratricida. Villajoyosa se desgarró entre los Lorca y los Linares. Los Berenguer y los García de Muchamiel se coaligaron contra los Pastor y los Alberola de la misma localidad.

                Detener aquella auténtica guerra de linajes, siempre alrededor de cuestiones tan espinosas como los enlaces matrimoniales y la honorabilidad de las mujeres, resultó una tarea titánica dados los escasos medios de la administración real del autoritarismo. El virrey pudo enviar un ministro con un batallón, que no sin dificultades arrestó a unos cuantos y los mandó a la ciudad de Valencia de la mejor manera que pudo.

                Este golpe sobre la mesa no ponía solución a tan agrio problema y el virrey recurrió a una vieja solución, la de enrolar a los delincuentes y quebrantadores de la paz pública en las banderas del rey a cambio del perdón de sus faltas. Los más significados luchadores de las parcialidades irían a combatir a la frontera de Portugal, el reino que en 1640 se había desgajado de la Monarquía hispánica y que se había mantenido independiente dados los enormes compromisos militares de los españoles en otros frentes como el de Cataluña o los Países Bajos ante Francia.

                Entonces un hombre sin delitos a sus espaldas, Maximiliano Lorca, se postuló como capitán de la compañía que partiría a Portugal, en la que se englobarían los Lorca, los Cabot, los Lorenzo, los Pastor y los Alberola. El prestigio familiar servía también para concitar voluntades en aquel mundo tan desgarrado. Los treinta soldados ascenderían a cincuenta y Maximiliano, que había sido dos veces alférez en Cataluña, se convertiría en su capitán durante dos campañas.

                Sin embargo, los García, los Linares y los Berenguer se resistieron a participar en la campaña en forma de compañía al ser pocos y no tuvieron más remedio que asumir la prefijada obligación de un virrey que se sentía desbordado por sus luchas, una de las muchas disputas de linajes que conmovían al reino de Valencia.