COMERCIANTES Y BOMBAS.

29.07.2017 16:31

                

                Los claroscuros de una época.

                Bajo el desdichado Carlos II (1665-1700), la Monarquía hispánica se enfrentó penosamente con la de Luis XIV, pero muchas regiones mediterráneas apuntaron el despegue económico del siglo XVIII. Los comerciantes extranjeros adquirieron una gran importancia en ciudades como Alicante, dentro de la creciente dependencia española de las economías del Atlántico Norte en el modelo enunciado por los Stein. Los territorios y las riquezas del imperio español se convirtieron en objeto de disputa entre las grandes potencias antes de la guerra de Sucesión que entronizó a los Borbones. La experiencia alicantina permite aquilatar el peso adquirido por los mercaderes extranjeros, el difícil equilibrio entre autoridad e intereses particulares y el esfuerzo de guerra realizado por una comunidad imbuida de los valores del Barroco de la Contrarreforma.

                Los medios de la autoridad en Alicante.

                Orgullosa de su fidelidad al monarca, que le concedió nuevos estatutos de gobierno en 1669, la ciudad alicantina dispuso de sus propios medios de seguridad. La caballería de su milicia adolecía de buenas monturas y de efectividad. Su infantería estaba provista más de arcabuces y mosquetes que de fusiles de piedra de invención alemana, cuyo uso intensificó el ejército francés a partir de 1670. Dado el interés militar de la plaza, sus efectivos (tropas reales y compañías milicianas) eran reforzados por los de otras localidades más o menos vecinas (los socorros), entre las que se encontraban las valencianas Orihuela, Elche, Jijona, Elda, Castalla y Biar, y las castellanas Villena y Yecla, suscitándose agrias desavenencias sobre su despliegue y mantenimiento. Ni el rey monarca ni su virrey en Valencia podían destacar auxilios poderosos.

                El justicia dirigió en primera instancia la tarea del orden público. Nombraba a su asesor a sus lugartenientes de la Villa Vieja, de los arrabales del Portal de Elche y de San Antón, de los contornos, San Juan y Benimagrell, Aguas y Barañes, y al carcelero. La custodia de las llaves de la prisión, ubicada fundamentalmente en las Casas Consistoriales antes del bombardeo de 1691, ocasionó problemas económicos y de vigilancia de los presos. En las Cortes valencianas de 1645 Felipe IV había autorizado a nombrar un alcaide de las prisiones o carcelero con el salario anual de cincuenta libras. El 26 de mayo de 1688 se confiaron las llaves al alcaide del castillo, que también sirvió de prisión de mercaderes en 1694. A veces se mandaron reos al presidio del peñón de Ifac, que en 1693 lograron huir por Altea.

                La administración de justicia no fue una tarea fácil. El municipio ya se quejó en 1645 de la cortedad de los emolumentos del justicia, en contraste con su trabajo excesivo. No todos los titulares acreditaron su idoneidad en una ciudad mercantil tan compleja como Alicante. Asimismo se produjeron roces con los oficiales reales por cuestiones competenciales, muy propias del Antiguo Régimen. El subrogat o delegado del gobernador de Orihuela en Alicante no siempre resultó del agrado de la oligarquía local por motivos personales (al no ser alicantinos con rango nobiliario) o por sus actuaciones. Los controles de armas de fuego suscitaron más de un problema. En 1692 Nicolás Vergara fue denunciado por llevar una carabina prohibida.

                Paradójicamente, se llegó a recurrir a bandoleros para preservar el orden. El subrogat Francisco Grau de Siurana desplegó en 1685 para aplacar un tumulto, que comentaremos más abajo, las fuerzas de la compañía de Martín Muñoz Salcedo, más aptas para ciertas extralimitaciones que las regladas. Muñoz capitaneó una partida de bandoleros que alcanzó una temida fama en el antiguo Marquesado de Villena, donde las cuadrillas eran asoldadas por las facciones municipales en disputa. En 1680 inquietó Chinchilla, y en 1683 encontró cálido refugio en el reino de Valencia, pese a las órdenes de prendimiento del virrey.

                En el siglo XVII las autoridades y los poderosos alicantinos tuvieron un trato íntimo con el bandolerismo, al igual que en otras localidades hispánicas. Los bandidos engrosaron sus comitivas, prestas a dirimir por las bravas lances de honor señoriales. Siguiendo un proceder que en Alicante se remontaba a la Baja Edad Media, la monarquía los indultaba si combatían contra sus enemigos, aprovechándose de los buenos oficios oligárquicos. Antonio Espino nos ha narrado como en 1680 reclutó bandoleros para las fuerzas reales en Alicante y en otros puntos el asesor de la Bailía don Francisco Pascual de Ibarra, que en 1692 sería conducido prisionero a las Torres de Serranos y a Madrid. El marqués de la Casta también se mostró ducho en tales tratos, como acreditó al frente del virreinato de Mallorca.

                Se atrajo a no pocos bandoleros con el señuelo del servicio en Nápoles, aunque terminaran en la aborrecida Orán. En 1679 las cuadrillas reclutadas se encerraron en el castillo alicantino, agravando problemas de abastecimiento y tentando ciertas voluntades. En la guerra de Sucesión estallaría con violencia mayor todo este legado.     

   

               La práctica del contrabando.

                El contrabando fue muy practicado en el Alicante del XVII. Se defraudó el pago de los impuestos reales y municipales por diferentes vías, superándose la más elemental sustracción de productos. Ciertos mercaderes extranjeros se sirvieron de las cartas de franquicia para comerciar ilegalmente con partidas de lana. Con la colaboración de testaferros, algunos comisionistas de casas comerciales foráneas, se embarcaron importantes cantidades de cereales sin satisfacer los debidos tributos.

                El Tribunal de la Bailía persiguió con muy discreto resultado estas infracciones. El municipio intentaría reducirlo administrando o cobrando directamente el impuesto de la aduana desde 1678, sin confiarlo a grupos de arrendadores que a cambio de avanzar el capital se quedaban con una valiosa parte de la recaudación. El resultado fue alentador en una situación de expansión comercial, ya que las 12.573 libras de 1677 se convirtieron en las 28.050 de 1699. Precisamente en 1688 se vigilaría con mayor meticulosidad los puntos de atraque de los barqueros más díscolos (el Postiguet, la Plaza de las Barcas y el Baver), obligándoseles a recalar en el muelle.  

               Tumultos en el puerto.

                El viernes 9 de mayo de 1670 el comerciante inglés Joseph Herne remitió en una barca varias seras de jabón a un bajel anclado en el puerto, lo que fue aprovechado por el barquero para quedarse con cuatro losas de jabón. El teniente de un navío de guerra francés actuó contra el infractor, ordenando la inspección. Se encontró el jabón apropiado, se ató la barca al navío y se detuvo al anónimo barquero.

                El detenido quiso escapar cortando el cable de la barca, apartándose con viento fresco. Del navío salió para prenderle una lancha tripulada por una dotación de marineros. El barquero se defendió de ellos con un puñal, y los marineros recibieron la asistencia de gente armada. Desde el navío se abrió fuego de mosquetes, y el barquero volvió a ser hecho prisionero.

                Desde el muelle muchos alicantinos contemplaron lo sucedido, persuadiéndose de la ejecución del barquero y gente de su compañía, supuestamente ahorcados de una antena del navío tras ser apaleados. La indignación popular contra los tripulantes franceses en tierra fue enorme. Se hirió al sargento de su dotación militar y a un artillero. En medio de la rabia de la gente el capitán francés y un camarada se arrojaron al mar para salvar la vida. El subrogat, el marqués de la Casta, apareció en escena auxiliado por muchos ministros de la justicia y caballeros alicantinos.

                La violencia del tumulto remitió. El marqués consiguió proteger a los tripulantes franceses, retirar a los heridos y conducir al capitán y a su camarada a su domicilio, donde supieron que el barquero vivía y la fuga de sus compañeros. Se cortó la escalada de tensión al lograrse un acuerdo salomónico. El capitán francés resignó la custodia del barquero al marqués. Los franceses liberados conducirían al navío a su capitán, que reconoció el mal proceder del teniente. A cambio el marqués se comprometió a investigar la alteración para castigar a los que maltrataron a los franceses.

                Consciente de la gravedad de los sucesos, dignos de avivar la agresividad de la Francia del Rey Sol, el marqués de la Casta informó a las autoridades reales superiores. El 11 de mayo escribió al virrey de Valencia, el enérgico don Vespasiano Gonzaga y Manrique, conde de Paredes, que a su vez remitió carta a día 13 al secretario de despacho don Francisco Izquierdo de Berbegal. El 22 el Consejo de Aragón tomó nota de todo lo acontecido e informó a la regente doña Mariana de Austria por si el embajador francés se quejara movido de alguna siniestra relación de los hechos. Al final no se pasó a mayores. La generalización del fraude terminó por perjudicar a sus mismos promovedores, que manifestaron un abierto menosprecio por la capacidad de hacer cumplir la justicia de las autoridades españolas en Alicante, una vez que Francia firmara con España la victoriosa paz de Aquisgrán (1668) tras invadir el Franco-Condado.

                El teniente del navío francés no titubeó en aplicar una acción de política de cañonera digna del imperialismo de finales del XIX, extralimitándose a todas luces. La arrogancia de la armada francesa en el Mediterráneo era bien manifiesta, y en 1665 ya había atacado las regencias otomanas del Norte de África. Eran lúgubres anuncios para nuestra plaza, salvajemente bombardeada en 1691. Este despliegue naval formó parte del intento de Colbert, ministro de Luis XIV, de convertir Francia en una gran potencia comercial y marítima digna de las Provincias Unidas de los Países Bajos. Su mercantilismo alcanzó su apogeo entre 1664 y 1671: se fundaron las compañías de las Indias, se ensayó la matrícula de mar en Santoña, y se pusieron en vigor tarifas proteccionistas.

                La condescendencia hacia los intereses del comerciante inglés Herne emanó del entendimiento entre Francia e Inglaterra contra las Provincias Unidas, concretado en el Tratado de Dover de 1670. Desde 1664 el cónsul francés Pregent había advertido a sus superiores de la preponderancia holandesa en Alicante, que recibía anualmente tres convoyes de su bandera compuestos de quince a veinte buques y de dos navíos de escolta cada uno. Nuestro puerto servía de punto de redistribución de sus especias, azúcar, tintes y textiles en una buena parte de España, participando en este tráfico el citado Herne (asociado con el inglés católico Antonio Basset, naturalizado en Alicante). La defensa de los derechos de Herne intentó demostrar que los franceses eran aliados convincentes  de los ingleses para desplazar a los holandeses de su favorable posición mercantil. Sin embargo, las buenas relaciones anglo-francesas se romperían de forma clara en 1674.

                Cómo se comprometieron los prohombres con el orden público.

                Muy ligados al comercio, los caballeros alicantinos ayudaron al marqués de la Casta, buen conocedor de los entresijos tributarios y sociales de nuestro tráfico, a serenar los encrespados ánimos. En España y en otros puntos de la Europa del XVII los amotinados intentaron ganarse el apoyo de los poderosos locales en líneas generales. En la Sevilla de 1652, por ejemplo, las gentes sublevadas arrastraron al arzobispo y a otros en su movimiento, que nunca cuestionó el orden social (como bien observara don Antonio Domínguez Ortiz). En Alicante el poder, las aspiraciones y las rivalidades de los caballeros influirían en las tomas de partido de la Guerra de Sucesión.

                El 28 de agosto de 1685 estalló otra alteración, el de la carga contra los religiosos, que los caballeros no apaciguaron.

                Los incidentes nacieron de la negativa de las órdenes religiosas radicadas en Alicante a que los franciscanos descalzos fundaran un hospicio. El subrogat Francisco Grau de Siurana no se arredró ante reclamaciones y protestas. Cuando los prelados de las comunidades no pudieron (o no quisieron) impedir la salida de sus religiosos en protesta, ordenó el cierre de las puertas de las murallas y la acción de los bandoleros de la compañía de Martín Muñoz.

                Los bandoleros ya los aguardaban en el lugar destinado a la fundación, no especificado en la documentación consultada. Un carmelita y un dominico encajaron sendos tiros de escopeta, y se arrojó a una noria a un franciscano.

                Se acusó al subrogat de celebrarlo con alborozo en un refresco a sus allegados. En protesta se cerraron los templos a los fieles y se excomulgó a los responsables. Fray Vicente Agramunt, procurador general de las comunidades alicantinas, se quejó con amargura al rey del más lamentable atropello de la inmunidad eclesiástica que se hubiera perpetrado en España. Al final la fundación no prosperó, pero la enérgica postura de don Francisco Grau acredita que las autoridades religiosas no gozaron de carta blanca en la España de Carlos II, como ya observara Kamen. 

                El militante catolicismo tridentino no impugnó en modo alguno las más vivas disputas jurisdiccionales entre congregaciones religiosas y con las autoridades reales, pues formaron parte del carácter de las sociedades estamentales del Barroco. Este episodio se encontraría en los antecedentes del futuro anticlericalismo, pero aún no en posturas propias de los siglos XIX y XX.

                Fray Vicente no se recató en quejarse del intrusismo de los franciscanos descalzos del Orito, ya agraciados con la limosna de harina, en un tiempo de vacas flacas. En su expresivo alegato, la viña del Señor en Alicante ya había sido cultivada por otros, y un advenedizo no tenía ningún derecho a beberse sus frutos.

                La proliferación de fundaciones religiosas en las Españas del XVII, tan marcada por las dificultades, se convirtió en un problema serio. En 1637 se quejaron de no recibir la limosna de la harina el Convento de la Sangre, los capuchinos, los dominicos y los agustinos, y en 1639 nuevamente los capuchinos, los franciscanos, el Convento de la Sangre, los dominicos, los carmelitas y los jesuitas. La autoridad y el patronazgo municipal no podían ser desoídas por las distintas congregaciones. En 1604 el convento dominico de Nuestra Señora del Rosario le solicitó el traslado de un matadero, y en 1608 pleiteó por unas casas con el consell municipal. En 1614 las monjas agustinas de la Sangre de Cristo le pidieron la merced de la suculenta cantidad de 8.000 ducados, libres del derecho de sello, en amortización. En 1636 impuso a las monjas de la Santa Faz unas normas de clausura más estrictas. En 1646 el cabildo de la Colegial le reclamó la dotación suficiente. En esta atmósfera de reclamaciones se planteó el problema del hospital y el del hospicio.

                La delicada asistencia social.

                Nuestra portuaria ciudad no dejó de crecer demográficamente pese a los embates de las enfermedades del siglo, cuando la población de muchas localidades españolas se desplomó. Los 1.340 vecinos contabilizados en el maridatge de 1619 se convirtieron en 1.435 en el de 1660.

                A la altura de 1665 el veterano hospital de San Juan de Dios, de asistencia a los pobres, se había quedado estrecho. Así lo evidenció el desembarco de los regimientos de grisones, destinados a combatir contra Portugal, y otras urgencias de asistencia militar. Edificar un nuevo hospital era una necesidad y una nueva carga económica. Ante el peligro de peste en Cartagena, se impuso una tasa de ocho dineros por libra en 1676, acrecida más tarde con dos dineros más. Se pensó en emplazarlo en el área del arrabal de San Antón, pero los religiosos de San Juan de Dios no aceptaron la primera edificación de 1693.

                En el seno del hospital también se proyectó un hospicio para los niños, pues los 600 pesos anuales empleados para conducir a los expósitos a Valencia se malgastaban y no evitaban la muerte de muchos de ellos.

                El municipio ensayó una solución a estos problemas de asistencia social acudiendo a otras opciones eclesiásticas, como los franciscanos descalzos del Orito para el hospicio. Se postuló una comunidad de cuarenta religiosos, considerada excesiva para sus numerosos rivales, hasta tal punto que algunos de los descalzos entraron secretamente en Alicante vestidos de mujer con la ayuda del subrogat. Al final nada se consiguió, pero los medios empleados para lograrlo dicen mucho del estado social de la justicia.

                Una ciudad expuesta militarmente.

                Desde 1640, a raíz de la insurrección catalana, nuestro litoral estuvo bajo la amenaza francesa. En abril de 1641 Alicante temió su ataque: convocó a los socorros de las poblaciones vecinas y desterró a los residentes franceses cuatro leguas tierra adentro. En mayo de 1642 las naves francesas alcanzaron la costa alicantina, avistándose desde el castillo 31 buques, que fondearon en la bahía sin mayores consecuencias. Vanas resultaron las advertencias del gobernador de la plaza en 1684, previniendo sobre los riesgos de una ciudad deficientemente amurallada y municionada, emplazada a orillas de una bahía excesivamente abierta y accesible por el régimen de vientos, con una nutrida colonia mercantil extranjera (con fuerte presencia francesa) al tanto de tal estado de cosas. Las defensas estáticas alicantinas padecían la obsolescencia del circuito amurallado. Las torres cúbicas no encajaban en los tiempos de Carlos II, sino del Primero. La muralla del mar no alcanzaba los cinco metros de altura, saltándola a diario los pescadores de la Vila Vella. Ni el muelle ni otros puntos sensibles gozaban de terraplenes. Los expertos observaban horrorizados la indefensión del muelle del Baver, incitando al desembarco de tropas que controlarían con comodidad las alturas de las colinas de Poniente, pudiendo montar baterías letales para nuestras murallas. Además, los ya populosos arrabales, como el de San Francisco, yacían casi desprotegidos. La fuerza artillera (a costa del patrimonio municipal) andaba también escasa, limitándose a 11 piezas de hierro y 23 de bronce: sólo 11 eran de gran alcance. La ausencia de una buena Santa Bárbara o almacén de pólvora en el interior de la ciudad lo empeoraba todo.

                Tantas carencias nacían de la falta de fondos y de cierto pragmatismo mercantil, máxime en una ciudad donde florecía el contrabando. La correcta fortificación de los arrabales alcanzó un precio exorbitante, pero la atroz propuesta de su destrucción por mor de la seguridad fue completamente descartada. Un movimiento francés desde Cataluña, pues, a pocas jornadas de singladura, entrañaba un severo riesgo. Entre 1689 y 1697 Francia se enfrentó por la hegemonía continental contra las fuerzas combinadas de la Liga de Augsburgo (España, Inglaterra, Holanda, Austria, Baviera, Brandemburgo y Saboya).

                El bombardeo francés de 1691.

                Tras bombardear Barcelona entre el 11 y el 12 de julio, la armada francesa acordonó nuestro puerto el 21 del mismo mes, intensificando al día siguiente el cerco con el despliegue de tres pontones, aproximados por sus galeras. Su almirante, D´Estrées, intimó a la plaza al pago de tributo, extremo rechazado por el gobernador Jaime Antonio Borràs, que según ciertas versiones principió el fuego contra el enemigo. Entre las 16.00 horas del 22 y las 12.30 del 23 Alicante encajó un primer bombardeo, proseguido una hora más tarde hasta alcanzar las 18.30 del 24. En el curso de la mañana del 23 se repelió con bravura un desembarco francés contra las defensas portuarias, intentando tomar un navío genovés anclado y el propio muelle.

                El estado de la mar y el ritmo de la guerra de nervios aconsejaron a los atacantes  una pequeña tregua, rota con un nuevo cañoneo incendiario entre las 21.00 del 28 y las dos del 29. Cada vez con menos bombas, los franceses se aproximaron cada vez más a los baluartes, pero sus barcas guardacostas alertaron de la arribada de una flota española. Pese a no cazar al francés, lo alejó a las aguas de Mallorca y Barcelona sin deplorar más incidencias trágicas.

                La destrucción de la estratégica Alicante amenazó la seguridad del Mediterráneo hispánico. La costa de los reinos de Valencia y Murcia corrió serio peligro. Se reorganizó ante el temor a desembarcos la Milicia Efectiva del Reino de Valencia, con ocho tercios de 6.000 soldados y cuatro trossos de caballería de 1.300 jinetes. Se acrecieron los riesgos de las posiciones de Ibiza y Orán, tan dependientes de los auxilios alicantinos. Las comunicaciones entre Castilla e Italia podían ser interferidas por los franceses desde Tolón y Marsella. Se enturbió la fluidez de la ayuda militar a los frentes del Milanesado y de Cataluña.

                El 20 de julio de 1693 Málaga fue igualmente atacada, y el 2 de agosto se temió un golpe naval contra Tarragona y Barcelona. La armada española carecía de la fuerza de otras décadas, y la francesa fue tratada con “blandura” por algunas atemorizadas autoridades de las localidades del litoral. Ya el 4 de agosto de 1692 la escuadra del mariscal de Tourville, que atacaría al año siguiente Málaga, fue acogida en nuestra costa. En 1693-94 las naves inglesas y holandesas, nuestras aliadas de circunstancias, se encargaron de evitar a su manera los aguijonazos franceses a cambio de valiosas contraprestaciones. Solo nos salvó de lo peor la derrota francesa de La Hogue en mayo de 1692, “la memorable batalla naval entre las armadas de Yngalaterra y Francia, quedando la Francia derrotada del todo”, según el dietarista valenciano Ignacio Benavent. No en vano el virrey de Valencia, el marqués de Castel Rodrigo, exclamó el primero de abril de 1692 que el mayor negocio del rey desde la Conquista era fortificar (sin regatear medios el puerto) y la bahía mayor de Alicante, llave regnícola y antemural de Castilla.

               La armada española frente a la francesa.

                Los diplomáticos extranjeros no ahorraron comentarios sobre la indefensión naval de las Españas, todavía un enorme imperio que abrazaba un gigantesco espacio marino de capital importancia comercial. Décadas de guerra contra otomanos, holandeses, ingleses y franceses habían desangrado su otrora importante potencia marítima. Los problemas para construir nuevos buques se multiplicaron hasta bien entrado el siglo XVIII. En 1700, a tres años de la finalización de la Guerra de la Liga de Augsburgo, la armada española totalizaba 28 galeras en el Mediterráneo Occidental, insuficientemente preparadas, y 20 buques de maniobra en el Atlántico. Desde 1641 los españoles habían trasladado buques atlánticos al Mediterráneo, especialmente las fragatas de Dunkerque, bien adaptadas a las aguas del Mare Nostrum por la ligereza de su casco y escaso peso, en contraste con los más pesados galeones. Sin embargo, las calmas de nuestras aguas las paralizaban. En 1691 la armada española llegó a desplegar 22 unidades. Consta en todos los informes oficiales su pretensión de entablar combate con el enemigo, que se retiró ante su llegada. Entre 1693 y 1694 los españoles aportaron a la armada combinada del Mediterráneo 14 navíos de línea frente a los 50 holandeses y los 30 ingleses, sin sumar las embarcaciones menores.

                Los alicantinos se enfrentaron verdaderamente contra los progresos de la revolución militar en los mares. Los avances balísticos modificaron las técnicas navales y el diseño de los barcos. Desde 1653 almirantes como el duque de York ordenaron las formaciones navales en una línea recta de bombardeo de costado, primando la potencia de fuego y abandonando el envolvimiento de las naves contrarias a través de los espacios de separación. La sistematización de estas tácticas a fines del XVII alumbraría la construcción de navíos de línea, auténticas baterías flotantes de dos puentes con unos 74 cañones, alcanzando a veces los tres puentes y los cien cañones.

                Desde Richelieu, los franceses compraron buques holandeses e imitaron sus diseños de cubiertas espaciosas para 60 cañones, sus mejoras de aparejo y su enrejado protector favorecedor de la ventilación e iluminación. Mazarino careció de tal interés por el poder naval, y en 1661 Luis XIV sólo contaba con 18 navíos y 6 galeras en mediocre estado. Su ministro Colbert lo remedió. En 1670 Francia tenía en el Atlántico 120 barcos de línea y 25 fragatas, y 30 galeras en el Mediterráneo. Sin incluir las fuerzas corsarias, su armada alcanzó las 250 unidades en 1683. La inscripción marítima de 1673 forzó a las zonas litorales a proveerla de marinos. En el Mediterráneo los franceses recurrieron a buques de navegación más costera (sin descartar la propulsión mixta con ayuda de remos), acompañados de galeras y barcos luengos (bergantines, tartanas, saetías, gánguiles). La galera aún tenía reservadas las funciones de comunicar navíos de línea y fragatas, remolcar otras unidades, interponerse ante los brulotes o naves incendiarias, y atacar los barcos luengos de enlace. Sin embargo, sus buques más celebrados resultaron los navíos de línea (el 42% de su armada en 1680) de casco resistente y estrecho, de arrastre profundo, y con baterías en dos cubiertas, que cabeceaban relativamente poco y apuntaban con mayor precisión en la marejada.

                En 1691 la escuadra que atacó Alicante se compuso de 4 navíos, 5 fragatas, 26 galeras, 3 galiotas de bombardeo o carcasas, 5 saetías o tartanas y 2 gánguiles (barcos de pesca con dos proas y una vela latina). Con su política de las cañoneras, los franceses libraron temibles guerras de terror en diferentes escenarios. La utilizaron tres veces contra Argel, contra la Génova constructora de galeras para España en 1684, y coaccionando Cadiz en 1686. Por tierra también la sufrieron las alemanas Heidelberg (1689) y Mannheim (1691). El objetivo de ello era devastar las bases de partida y avituallamiento adversarias, e imponer el acatamiento a la superioridad del Rey Sol: el gobernador Borràs se negó a pagar el tributo intimado por D´Estrées.

                Las relaciones entre españoles y franceses tras el bombardeo de 1691.

                Tales excesos acreditaron la potencia destructiva de las fuerzas del Rey Sol, pero tuvieron efectos contraproducentes para su diplomacia y buena imagen, socavando en Europa su poder blando. Muchos alemanes clamaron contra él tras la devastación del Palatinado en el invierno de 1689. La nutrida colonia francesa de Alicante (dotada de consulado y con unos 225 individuos en 1684) mantenía estrechas relaciones con los hombres de negocios locales. Los tratantes de origen francés Antonio Villanueva y Gerardo Maset contrajeron aquel año una deuda de 4.000 libras con los comerciantes alicantinos Francisco Boyer y Guillermo Jovena.

                Arrostraron los franceses la interrupción de las relaciones comerciales habituales, las amenazas de embargo, contribución forzosa y expulsión, la ira del vecindario y el saqueo de sus haciendas. El comercio marsellés con España no gozaba de su mejor momento. En el mes de julio de 1691 se desató la furia antifrancesa en Valencia y Játiva por el bombardeo. Sus actitudes conciliadoras, asegurando que la armada no atacaría Alicante, no les evitaron las acusaciones de quintacolumnismo. El belicismo de Luis XIV dañó las oportunidades del comercio francés en España abiertas por la Paz de los Pirineos (1659) en relación al inglés y al holandés, e indispuso a muchos valencianos y catalanes contra Francia en la futura Guerra de Sucesión.

                De todos modos, la asociación entre los prohombres alicantinos y los comerciantes franceses mantuvo su fortaleza. El 20 de julio un jurat pagó con su vida la protección de los franceses de las iras populares. La milicia, comandada por la aristocracia, detuvo el tumulto temporalmente. Kamen estimó la participación francesa, de provenzales y bretones, en las importaciones alicantinas en el 37% en 1667/69. Desde Marsella y Saint-Malo se importaba sosa y jabón, y se exportaba lienzo y bacalao seco. Los buques y tartanas provenzales nos abastecían de trigo norteafricano e italiano en años de escasez. Vistas las cosas, en mayo de 1692 se protestó contra la prohibición real de comerciar con los franceses.

                La destrucción material de la ciudad.

                El deán y el cabildo de San Nicolás la ponderaron de estrago peor que el ocasionado por calvinistas o infieles, y los Electos del Reino consignaron apesadumbrados que se salvaron “pochs edificis de aquella, y éstos tan consentits de la ruhina y incendi dels altres que no es pot dir que queden”. De 2.000 hogares sólo 200 permanecieron intactos y 300 habitables. Las casas de la ciudad o edificio del ayuntamiento se redujeron a cal y cenizas, en gráfica expresión de los padres Maltés y López, incluyendo su Salón Menor (finalizado en 1590), donde se archivaban los actos, privilegios y otros documentos ciudadanos, y se accedía a otras dos salas que conservaban los registros de los procesos civiles y criminales de la Cort de Justícia local. Tales fuentes de conocimiento de nuestra Historia se han perdido de forma casi irreparable.

                En el bombardeo se arrojaron unas 4.000 bombas de 7 a 10 arrobas, según Maltés y López, frente a las 850 que encajó Barcelona (especialmente su Barrio de la Ribera). El gobernador de Orihuela redujo su número a 3.500 el 4 de agosto del 91. Entre el 22 y el 24 de julio 300 sobrepasaron la altura de nuestro castillo. Entre el 28 y el 29 se lanzaron 600 incendiarias. Los franceses casi agotaron sus municiones artilleras. El rey Carlos II no tuvo más remedio que consignar 4.000 pesos para la retirada de minas de la ciudad.

                Los sufrimientos de la población civil.

                La historia de las víctimas no es una lacra circunscrita a las guerras contemporáneas. La contundencia del bombardeo provocó el pánico entre los alicantinos al modo de una epidemia de peste. El 22 de julio se desató la histeria colectiva en una ingobernable Babilonia, según Maltés y López. En plena canícula muchos refugiados atestaron con sus familias y enseres los caminos hacia Montforte, Villafranqueza, Muchamiel, Jijona y la Corona de Castilla. Los rumores de desembarco francés aterrorizaron todos los lugares de nuestra Huerta, superando las angustias de las incursiones berberiscas. Las monjas de la Santa Faz abandonaron con precipitación su monasterio. En 1693 pidieron ayuda al municipio por la situación en la que yacían tras el bombardeo.

                Transcurrido el peligro los alicantinos fueron retornando a una ciudad devastada, que hacia 1700 ya ofrecía signos claros de recuperación, conmemorando el Centenario de la Colegial de San Nicolás con representaciones de moros y cristianos en la plaza del Mar.

                Heroísmos y miserias morales.

                El propio almirante D´Estrées se sorprendió de la resistencia de Alicante, plaza menos fuerte que Barcelona. El virrey de Valencia agradeció la brava defensa de los milicianos, ocasionales soldados no profesionales. A fines de julio muchos se felicitaron que el bombardeo no fuera la antesala de la toma de Alicante, amenazando gravemente el reino de Valencia y la Corona de Castilla (objetivo que quizá no contemplaran los franceses seriamente).

                Tal arrojo se vio empañado por los saqueos de los domicilios particulares. En 1692 el doctor Borrull los investigaría, imputándolos a los propios defensores, desde pescadores a clérigos. Gracias a los oficios de ciertos caballeros alicantinos, muchos objetos robados fueron vendidos en otras localidades valencianas.

                El comportamiento entregado del gobernador de Alicante Borràs mereció al principio el reconocimiento de todos. Sin embargo, en noviembre del 91 algunos caballeros locales censuraron ante el Consejo de Aragón su falta de resolución y torpeza, ya que precipitó el bombardeo sin recurrir a las negociaciones dilatorias y no supo hacer caer al francés en la trampa de la armada española. Un indignado virrey secundó con viveza al gobernador.

                Detrás de las críticas se encontraron los hermanos Cristóbal y Pablo Martínez de Vera, Tomás Pascual y Jaime Miquel. De poco sirvieron los encomios de Borràs hacia don Cristóbal, veterano en Milán, al frente de la trinchera de defensa. Además de cuestiones personales, se ventilaba la vieja pretensión de la aristocracia ciudadana de disponer de un gobernador noble y natural de Alicante, bien expresada en las Cortes valencianas de 1645. Con los años ni los caballeros fueron agraciados con un gobernador a la carta, ni Borràs gozó de agradecimiento. En 1694 se le desterró a veinte leguas del Reino bajo la acusación de robar fondos de los impuestos portuarios, viviendo miserablemente con sus diez hijos en 1697 mientras crecía el expediente de su proceso con nuevas alegaciones. Tal suerte disfrutó el comandante de la defensa de Alicante.

                El valor de las ayudas y de los requerimientos reales.

                El 8 de abril de 1692 el rey se dignó a conceder quinientos de una ayuda de costa de mil doblones o de unas 6.000 libras valencianas, muy insuficientes como comprobaremos más adelante. La angustiada Monarquía no estaba para grandes dispendios, por urgentes que resultaran.

                Las cálidas palabras del virrey Castel Rodrigo, antes citadas, se redujeron a retórica y a exigir de la hacienda municipal alicantina grandes sacrificios, desestimando sus reclamaciones. En su opinión, la ciudad disponía tras el bombardeo de un sobrante de 7.300 libras y al año podía aportar de dos a tres mil deducidos sus gastos.

                En nuestra localidad se cobraban una pléyade de impuestos municipales (la sisa mayor o de la mercaduría, la de la pesca, la de la carne, la del pan amasado, sobre el aceite, los pesos, el tall del atún y los derechos nuevos sobre el esparto, la barrilla, el jabón, las sedas y los paños) y reales, como las aduanas, la quema y el vedado, parte del ancoratge, los derechos de la Generalitat, de las salinas y de la administración. Hacia 1640 los estrictamente municipales rindieron un máximo de 24.585 libras y los reales de 42.150. De lo recaudado en Alicante, por ende, nuestro municipio sólo dispuso de un 36´8 %, muy comprometido en gastos de todo género y en atender el pago de los intereses de la deuda. Los aumentos de la aduana y de los derechos nuevos quedaron fuera de su estricto alcance.

                La destrucción exigió mayores dispendios. Según el proyecto del ingeniero militar virreinal Castellón y del condestable de artillería de la plaza Valero de 1688, se presupuestó el montante de las obras de fortificación necesarias entre 80 y 90.000 ducados (de 58.666 a 66.000 libras valencianas), la suma completa sin gastos de los impuestos municipales y reales en un buen año de recaudación. Añádase que la reconstrucción de las Casas Consistoriales y las cárceles aledañas se estimó en otras 80.000 libras, y que el coste anual de la guarnición era de 1.100 libras. La oposición del Consejo de Guerra de Alicante a este proyecto emanó de esa realidad económica, máxime cuando las actividades bélicas dificultaron nuestro comercio.

                La mal pagada guarnición del castillo.

                La emblemática fortaleza de Alicante no se libró de las miserias del tiempo. Su alcaide tuvo una tarea difícil ante sí. En 1666 don Juan Andrés Coloma, conde de Elda, tomó posesión de su alcaidía. Tal dignidad militar, sometida a los usos de la Tenencia a Costumbre de España, se asoció al linaje de los condes de Elda en los siglos XVI y XVII, los combativos y celosos Coloma. En 1674 el conde se opuso con vigor a que se libraran sus llaves al cabo enviado por Jijona, y entre 1692 y 1693 porfió por favorecer a su favorito en la terna de candidatos para teniente de gobernador del castillo.

                Los problemas de dotación económica le angustiaron, ya que según la Costumbre de España administraba la asignación procedente de las rentas reales del lugar, exigiéndole las pertinentes responsabilidades. En 1676 pidió que se pagara a sus soldados igual que a los ministros. Sin embargo, la pobreza de los que guardaron el castillo fue un problema que se enquistó dramáticamente. En septiembre de 1692 el artillero mayor Antonio Mira arrastraba cuatro años de impagos salariales (unas 200 libras), que no se satisfacían con el reconocimiento oficial del quinto grado de paga administrativa.

                Más vidriosa resultó la situación de los soldados rasos. En diciembre de 1692 el alcaide expuso su miseria ante el Consejo de Aragón, obligándoles sus deberes familiares a no atender debidamente los militares. Los cuatro soldados percibían anualmente en conjunto 144 libras, y don Juan Andrés solicitó que la bailía se hiciera cargo de la suma, además de un caballerato para pagar su ministerio o dedicación.

                La respuesta que recibió podría figurar en una antología del despropósito administrativo de las Españas. Aunque el 28 de agosto el receptor de la bailía se comprometió a socorrer con un subsidio de un real de plata a los afectados, sólo consiguieron que se les reconociera un salario de quinto grado cuando el montante de los atrasos alcanzaba el de tercer. Esta discordancia de grado impedía que el receptor pagara los atrasos al carecer de arbitrio o autorización suficiente.

                Atrasos, demoras e impagos no impidieron los recortes salariales, que no son una plaga circunscrita a nuestros días. El 9 de diciembre de 1694 el virrey de Valencia se dignó a comunicar que la rebaja de un tercio salarial no se aplicara a la guarnición del presidio de Peñíscola y, por ende, a la de Alicante.    

                El esfuerzo fiscal de la nueva circunvalación defensiva.

                Ideado y proyectado en Valencia para Alicante, según Maltés y López, el nuevo cinturón defensivo contorsionó el delicado presupuesto del municipio. El dispendioso proyecto de 1688, que contemplaba el futuro baluarte de San Carlos, no fue finalmente aceptado por las autoridades de Alicante. Se acometieron en consecuencia obras de alcance más modesto en el muelle y en el arrabal de San Francisco.

                En 1702, tras muchas controversias, su consell general descartó asignar al efecto 2.000 libras de la clavería por la bajada de las rentas, y alguna cuantía del nuevo impuesto sobre cada libra de carne dada la carestía. El estanco del esparto, perjudicial para los pobres del término, no aportaba gran cosa. Las obras de las iglesias y del nuevo hospital devoraron importantes fondos. Del abasto del tocino y del cabrito sólo se pudieron arrancar 300 libras.

                Estas carencias obligaron a exprimir aún más el patrimonio municipal, el de los propios y arbitrios, y se postuló reintegrar a su hacienda la tarifa de la nieve y de los naipes, gravar el tránsito de los carros del muelle al casco urbano, y dedicar 4.450 libras trienales de los fondos de la reedificación de la Casa Consistorial y de las cárceles. La propuesta de convertir la residencia en Alicante del duque de Arcos, señor de Elche, en prisión municipal no prosperó, pese a las dificultades económicas de su vínculo o patrimonio familiar inalienable.

                Como tampoco tales provisiones resultaron suficientes, se suplicaron diferentes medios o tributos a la Real Hacienda, parca en concesiones. Se pidió la merced de 2.000 modines de sal de La Mata y de 3.000 extraídas por Alicante en Calzadas de Asueldo, Roquetas y La Loma. Las tres gracias de la Cruzada, al estilo de la Ciudad de Mallorca, se solicitaron. Se supuso que se conseguirían 2.000 libras, tras renunciar la ciudad a todo pleito, del derecho de la quema, que gravaba el paso de los géneros atlánticos por los mares de la Corona de Castilla. Del barcaje del tiraje de Levante se obtendrían otras 300. Se ideó dedicar la cuarta parte de la recaudación del derecho del muelle, tradicionalmente consagrada al mantenimiento del castillo. Los tercios y emolumentos del almotacén podrían ser cedidos. La abultada lista de peticiones se completó con la reclamación de los restantes 500 doblones (unas 3.000 libras) debidos de la ayuda de los 1.000 prometida tras el luctuoso bombardeo francés.

                En estas circunstancias Alicante no dejó de reclamar el 23 de agosto de 1704 la exención del pago de coronación, concedido por Martín el Humano el 19 de febrero de 1410 para mantenimiento del castillo. Al final sólo se erigió la circunvalación de “tàpies terraplens y fosos” del arrabal de San Francisco en aquel mismo año, en vísperas de las grandes batallas de la Guerra de Sucesión. Este género de fortificación temporal se había aplicado con éxito en Mortara bajo el gobierno del duque de Osuna en el Milanesado, alzándose unas tapias con tupidas cubiertas vegetales. Sin embargo, no se consiguió el mismo resultado en Alicante. Calificado por los técnicos de terruño salino estéril sin una brizna de hierba, sus defensores se tuvieron que conformar con tapias de pisón fáciles de derribar. 

                El baluarte de San Carlos.

                Dentro de las obras de acondicionamiento militar, la edificación del punto clave del baluarte de San Carlos impuso en particular al sufrido vecindario severos sacrificios laborales y económicos (casi la tercera parte del acrecido presupuesto de 1688). Se impuso una composición o exención pagada por el trabajo vecinal de dos reales diarios, el 13% del valor de una libra, por el jornal de villa. El primero de abril de 1692 el virrey se vanaglorió de la participación eclesiástica en las tareas. Juan Bautista Maltés y Lorenzo López expresaron que:

                “Este baluarte se empezó a construir este mismo año (el de 1691) enfrente de donde ancoró el enemigo los pontones para desalojarle si otra vez volvía. Plantóse de suerte que sirviera para la nueva circunvalación de muros.”

                Al baluarte se le reservaron funciones medulares de defensa. Protegería la zona de poniente del comercial arrabal de San Francisco (donde se ubicaba la iglesia y el convento franciscanos), enfrentaría un desembarco enemigo en la playa del Bavel, y detendría la progresión de las tropas desembarcadas hacia el molino de la Muntanyeta y el cercano Tossal (en el que se emplazaría un fuertecillo, antecedente del futuro castillo de San Fernando), evitando el cerco de la plaza por tierra.

                El 11 de julio de 1694 la ciudad destinó 500 libras de las sisas de la carne, pagadas por los consumidores, a tal fin. Para variar, las arcas de los fondos de propios y arbitrios sufrieron enormemente por ello, a la espera de un expediente o remedio administrativo que lo paliara. En 1702 sin contabilizar el trabajo no remunerado de los gremios y de los moradores (vecinos y aldeanos), se cuantificó el coste inicial de la obra en más de 23.000 libras. De su magnitud nos da idea que el donativo con el que Alicante alcanzó en 1687 el título de Señoría de Justicia fue de 20.000 libras, y que en 1688 los ingresos de propios y arbitrios sólo alcanzaran las 10.938. Tras los agotadores combates de la Guerra de Sucesión, el coste final de la obra en 1709 alcanzó las 37.187 libras, con un sobreprecio del 61% presupuestado.  

                Las contadas piezas de artillería.

                A lo largo del siglo XVII se intentó mejorar la dotación artillera, el acondicionamiento de los cañones y la capacitación de los artilleros de nuestra plaza, con resultados desiguales. En 1669 se estableció que los jurados visitaran dos veces al año las casas de las armas y municiones para disponer de 200 quintales de pólvora, 70 de plomo y 50 de cuerda, y 4.000 balas de artillería.

                En 1656 Alicante sólo disponía de cuarenta cañones en sus baluartes y murallas y dos piezas de artillería de campaña. Tras el bombardeo de 1691 la dotación artillera se hizo dramática. De la destrucción sólo se preservaron cuatro cañones, un sacre, tres moyanas, tres culebrinas y ocho medias culebrinas. Nuestra plaza se encontraba gravemente desprotegida. En la relación virreinal del 28 de septiembre de 1693 se apuntó incluso la ausencia de un almacén de pólvora.

                El 8 de mayo de 1692 se envió al Real de Valencia el metal de artillería inútil, pagando los transportes. Los trabajos de reparación y los envíos puntuales incrementaron el parque a comienzos de 1694. Se pasó de diecinueve piezas a treinta y cuatro, veintitrés de bronce y once de hierro, generalmente de pequeño calibre, alojándose a lo sumo dos o tres en cada uno de los antiguos baluartes redondos de la época de Carlos V. Antes del estallido de la Guerra de Sucesión se intentó incrementar el número de cañones y su disposición en las fortificaciones ciudadanas, con resultados discretos. Desde 1700 se reclamaron a la monarquía doce cañones de hierro de alcance de la dotación de armamento de Cádiz (gran plaza de armas atlántica), seis de bronce, dos morteros y la provisión pertinente de cuerdas, balas y pólvora, sin olvidarse de pedir mil mosquetes, mil arcabuces y trescientas picas para la guarnición municipal, todavía con resabios del sistema de combate de los Tercios.

                Pese a todas las insuficiencias, Alicante era una plaza artillera de importancia en la Monarquía hispánica de comienzos del XVIII, algo muy elocuente sobre sus graves deficiencias militares. El 28 de marzo de 1703 el virrey de Valencia, el marqués de Villagarcía, expresó al Consejo de Aragón la imposibilidad de enviar cien artilleros a la defensa de Cádiz, en plena Guerra de Sucesión. El gobernador de Alicante le expuso que los más habilidosos especialistas de la plaza no tenían genio para dejar sus casas por estar casados y vivir de otros oficios, mostrando a las claras el alcance de la defensa vecinal. 

                La provisión de pólvora.

                Tampoco las autoridades reales no vacilaron en reclamar a Alicante cantidades de pólvora, pese a las urgencias defensivas locales. La angustiada España de Carlos II sufrió los fuertes embates de la Francia de Luis XIV con graves dificultades. En 1696 el virrey de Valencia ordenó al baile alicantino y a los diputados de la Generalitat que facilitaran al conde de Elda la extracción de pólvora desde nuestra plaza con destino al ejército de Cataluña.

                Estos requerimientos alentaron los negocios de confección de pólvora. En 1637 se intentó establecer una fábrica de pólvora en Alicante y en Orihuela, tierras de maestros salitreros y polvoristas. El proyecto no cuajó y se recurrió a otras vías. En febrero de 1697 se elaboraron 1.500 quintales de pólvora para las tropas en Cataluña y 1.000 para las de Ceuta. Su asiento o contrato fue supervisado por la Junta Patrimonial de la Bailía, representada por su receptor en Alicante don Eusebio Salafranca y Mingot. En esta operación Nicolás Viudes y a su esposa Lorenza Fernández consiguieron en préstamo 699 libras de Diego Lapuente, ofreciéndole los fondos de fabricación oportunos al contratado polvorista Francisco Gilabert. Nicolás Viudes y su esposa depositaron en San Nicolás 482 libras en garantía de cumplimiento del asiento bajo la vigilancia del receptor Salafranca.

                Alicante no siempre consiguió pólvora a través de una combinación afortunada de inversionistas y artesanos, y acostumbró a contratar con fabricantes especialistas de nuestras tierras. El polvorista Luis Juan de Elda se ganó el aprecio de nuestro municipio en varios lances. Desde 1668 dispuso en la entonces castellana villa de Sax de tres molinos de pólvora, dos propios y uno de un pariente. En el socorro alicantino de Orán de 1685 ofreció con rapidez 100 quintales, en 1690 proporcionó más de 300 quintales a la armada real, y acudió durante el bombardeo prestamente con 200, vitales para resistir a las fuerzas que procuraron desembarcar. Además mantenía un almacén de pólvora en previsión de alguna urgencia.

                Por desgracia tal estado de cosas se torció en 1693, cuando Sax le instó a derribar sus molinos aduciendo que detraía indebidamente agua de la acequia de la villa. Desde 1680 Sax y Elda pleitearon por el agua de la Fuente del Chopo sita en Villena. Alicante salió en su defensa. Escribió al corregidor de Villena sin obtener respuesta, y al Consejo de Aragón, recibiendo una dilatoria que recomendaba investigar con certeza los motivos de Sax. Estos inconvenientes determinaron a los alicantinos a recurrir con mayor insistencia al género de asientos antes comentado, haciendo una vez más de la necesidad virtud.

                La contrariedad de los alojamientos y de los aprovisionamientos.

                El alcalde de Zalamea distó mucho de ser una creación “ex nihilo” de Calderón de la Barca. Los alojamientos y aprovisionamientos de tropas, que desataron la tormenta catalana de 1640, laceraron a muchas ciudades y villas de las Españas, sin exceptuar a Alicante. Las relaciones con las autoridades reales se tensaron en estas circunstancias.

                El 6 de mayo de 1688 se negó la entrada, pese a lo dispuesto por el fuero, de los ministros, presos y soldados procedentes de Elche. Sin embargo, los mayores roces se produjeron con motivo del aprovisionamiento de las fuerzas aliadas de España.

                Hasta la firma de la Paz de Ryswick (10 de octubre de 1697), la defensa de nuestro litoral estuvo a cargo de las armadas de Inglaterra y los Países Bajos, que posteriormente nos amenazarían tras los cambios de alianzas de la Guerra de Sucesión. El 15 de mayo de 1695 el enviado inglés se quejaría amargamente de la rigurosa exigencia a la Royal Navy en Alicante de los derechos de presa y sobre las quinientas pipas de vino que transportaba para su abastecimiento, cuando las Instrucciones sobre el comportamiento para la seguridad de España e Italia de 1694 establecían que las pipas se consideraran de la propia Inglaterra. Los holandeses, cuyo estatúder Guillermo de Orange se había convertido en rey de Inglaterra en 1689, hicieron reclamaciones similares. Ya hemos visto la necesidad que tenían los alicantinos de fondos, y las exenciones sobre las ventas de vino perjudicaron una valiosa partida económica.       

                Los ofrecimientos de compañías de soldados.

                Con tal escasez de medios admira que nuestros antepasados conservaran los ánimos y arrestos para protegerse con la mayor dignidad, sin dejar de ofrecer su auxilio en los frentes de guerra más expuestos.

                La Monarquía apremió por doquier con sus urgentes necesidades de tropas. El 23 de marzo de 1691, meses antes del ataque francés, el alférez don Francisco Martín de Valenzuela mostró la patente del virrey de Sicilia para alzar una fuerza de cien infantes en Alicante, Orihuela y el Reino de Murcia. En consecuencia despachó varios reclutadores al Sur del Reino de Valencia, pero su virrey objetó que ello amenazaba la ayuda a la angustiada Cataluña. Desde las altas instancias de la Corte de Madrid se pensó que tanto Castilla como la Andalucía se encontraban demasiado exhaustas, exigiendo mayores contribuciones a otros territorios. La realidad era que el agotador esfuerzo de todos los Estados de la Monarquía hispánica no vigorizó debidamente la defensa contra la Francia de Luis XIV, que también ya daba síntomas de cansancio, por culpa de las graves deficiencias en el mando, la conducción de medios y la recaudación de tributos.

                El 8 de julio de 1697 se rindió Barcelona a las tropas de Luis XIV. La conmoción fue enorme, y hasta el doliente Carlos II pensó en abandonar Madrid para dirigirse a Zaragoza, emulando a su padre Felipe IV, a ponerse al frente de sus ejércitos. El Tercio Provincial Valenciano, con agudos problemas de deserción, se disolvió tras la toma de la Ciudad Condal, y varias partidas de sus soldados escaparon a tierras del Reino en los meses siguientes. En tan trágicas circunstancias los ofrecimientos de fidelidad espontánea eran altamente valorados y podían conseguir suculentas mercedes.

                El 30 de julio el virrey de Valencia se congratuló de las ayudas ofrecidas por Alicante. Se prestó a montar cañones, pese a las carencias ya comentadas, y a mandar al frente catalán una compañía de infantería pagada de 150 hombres, aportación notable si tenemos en cuenta sus angustias materiales y la cortedad de su vecindario estricto, sin contar las de otras localidades del término general, de menos de 1.500 familias. La proporción de costear cada 10 familias un soldado era muy gravosa, ya que en las Cortes del Reino de Aragón de 1645-46 se estipuló que fueran 35 y 30 en las de Castilla de 1648.

                El 10 de septiembre ya había sido designado por capitán de la compañía el caballero de la Orden de San Juan don Vicente Pascual de Riquelme, por alférez Severino Ximénez, y por sargento José Oliver. El 16 de septiembre se pidieron las patentes al Consejo de Guerra.

                Por fortuna para los alicantinos la Francia de Luis XIV se avino a firmar la Paz de Ryswick el 10 de octubre, abandonando Barcelona y otras conquistas con la vista puesta en la herencia de la Monarquía española. Mientras tanto la demostración de celo de Alicante no había caído en saco roto. El 20 de agosto el virrey se mostró dispuesto a asistir y ayudar en la defensa de nuestro castillo. Las guerras reales alimentaron la turbamulta de favores y contra-favores de la cultura aristocrática del Barroco.  

   

                El Gran Maestre de Malta, una figura celebrada por el Barroco alicantino.

                El 7 de febrero de 1697 la Orden de San Juan del Hospital de Malta escogió Gran Maestre a un español, don Ramón Rabaça de Perellós y Rocafull y de Dijar y Mercader. Alicante le rendiría cumplidas pleitesías posteriormente. Su padre, don Ginés Rabaça de Perellós, era señor de Benetúser y barón de Dos Aguas, y procedía de encumbrados linajes del patriciado valenciano que con el tiempo adquirieron carta de nobleza. Doña María Rocafull, su madre, formaba parte del círculo de los Rocafull de Orihuela y su tierra. Los apellidos Dijar y Mercader, de linajes también encumbrados desde el siglo XIV, eran los de sus abuelas paterna y materna respectivamente. En 1654, a corta edad, pasó las pruebas de nobleza para conseguir el título de caballero de la Orden, dentro de una cuidada estrategia familiar de promoción social. En 1671 ya era Comendador de Castellot, y pidió recomendación al virrey de Sicilia, a la condesa de Perelada y a la reina regente para que el Gran Maestre lo nombrara general de las galeras de Malta. Consiguió formar parte finalmente del consejo del Gran Maestre Adriano de Vignancourt, alcanzando la mayor dignidad de la Orden en 1697, que ejerció hasta su muerte en 1720, descollando su política poliorcética y artística en Malta, así como su cautela durante la Guerra de Sucesión y sus campañas contra el corso musulmán. 

                Alicante acogió con gozo el nombramiento de don Ramón, creyendo encontrar un valedor en el convulso teatro mediterráneo. Del 5 al 9 de julio de 1697 celebró unas lucidas fiestas de San Juan Bautista en su honor. La predicación del sermón de rigor, tan caro a la mentalidad barroca, corrió a cargo del canónigo de San Nicolás José Sala. El conocido deán Martí compuso poemas para tal ocasión, dedicados al valentino héroe.

                El programa de actos contempló a lo largo de aquellas jornadas el toque de campanas, la ubicación de un monumento perecedero en Santa María, villancicos, una procesión digna del Corpus, los fuegos de fusilería y artillería, una representación de moros y cristianos, y la lidia de toros de Sierra Morena. El esfuerzo mereció la pena para los coetáneos, inmersos en una sociedad de honor en la que las formas y las apariencias visualizaban las ideas de la jerarquía social. La concurrencia de nobles valencianos, castellanos e incluso franceses dio la medida del éxito, y quizá sirviera para limar ciertas asperezas una vez firmada la Paz de Ryswick con Luis XIV, de gran interés en vísperas de la guerra de Sucesión.

                El barroquismo de las celebraciones quizá aparezca intrincado y excesivo a nuestros ojos, pero sus imágenes alegóricas eran coherentes con las ideas de patronazgo, servicio honorable y consideración comunitaria.

                A don Ramón se le atribuyó una genealogía mítica que lo enlazaba ni más ni menos que con los reyes de Francia, Castilla, Navarra y Aragón. En las calles de Alicante los honores que se le rindieron, dignos de un monarca, se acompañaron del homenaje al rey de reyes sacramentado, el angular Cuerpo de Cristo del catolicismo trentino, ya que el Gran Maestre se convertiría en el atleta invicto de la esposa de Jesucristo, la Iglesia, desde cuyo presidio de Malta pelearía con denuedo para retornar Tierra Santa a la Cristiandad. La mentalidad de Cruzada, todavía presente en los testamentos de fines del XVII, no se avenía del todo bien con las realidades de su tiempo. Los combates contra el corso berberisco habían rebasado en importancia en el Mediterráneo Occidental y Central a la lucha directa con el imperio Otomano, ya en declive y cada vez más considerado como una potencia más a reajustar por otras más briosas, como la Austria de los Habsburgo, Francia e Inglaterra. En 1649 los turcos otomanos, inquietos ante la hostilidad veneciana, ofrecieron a España una paz en la que se prometía la libre visita de los Santos Lugares por los cristianos y atajar las depredaciones corsarias. Los venecianos extendieron el rumor del matrimonio de una hija del sultán con don Juan José de Austria, dotándola con Argel y Túnez. La seguridad de Nápoles y Sicilia y el fomento del comercio hispánico podían haber ganado grandemente con ello, pero las negociaciones no llegaron a buen puerto y todo discurrió por los cauces habituales. Los dispendios de la celebración en Orihuela del alzamiento del asedio turco de Viena (“feliz suceso para los Reinos de España”) merecieron la reprobación del Maestre Racional del reino de Valencia el 10 de agosto de 1685.

                Los espectáculos de las celebraciones expresaron este mundo ideal. La quema de las arquitecturas perecederas en honor a San Juan Bautista, cuya procesión se celebró con la solemnidad del Corpus, constituyen uno de los primeros ejemplos documentados de nuestras populares Fogueres, pero con un espíritu muy distinto del actual, pues en lugar de anunciar a todas las gentes el inicio del verano y sus placeres se proclamaba el carácter trascendental del nuevo Gran Maestre, subyugador del infiel, siguiendo los pasos del Bautista que se postró ante la grandeza de Jesús.

                El complemento indispensable vino dado por una representación de moros y cristianos cerca de la contemporánea plaza del Mar. Allí se erigió una fortaleza de madera defendida por los cristianos, realidad bien cotidiana en el Alicante de fines del XVII. El desembarco de los turcos culminaba con su conquista matinal, seguida por la tarde de la reconquista cristiana, que no ahorraba la simulación de baterías de artillería, minas y asaltos como si de Viena, Buda o de una plaza norteafricana se tratara. La corrida de toros del día siguiente insistía en la idea de la victoria sobre la fiera de la infidelidad. No en vano la rendición de Granada se festejó en Orihuela corriendo toros, según Bellot.  

                Los festejos no ocultan al historiador que no siempre las relaciones entre Alicante y la Orden de Malta estuvieron presididas por la cordialidad, pues en una plaza comercial como la nuestra los litigios y los encontronazos fueron moneda corriente. La guerra contra las Provincias Unidas entre 1621 y 1648 ocasionaría más de un incidente, en especial cuando el Almirantazgo impulsado por el conde-duque de Olivares se mostró más contundente. En junio de 1629 una nao fue apresada en las cercanías de Malta por tres navíos del Almirantazgo. Su carga y su tripulación fueron conducidas a Alicante, convertido ocasionalmente en punto de operaciones de una guerra que perjudicaba los intereses comerciales de la Orden en el Mediterráneo.

                Para defender sus intereses con mayor efectividad los sanjuanistas reclamaron un consulado en Alicante, petición sobre la que insistieron en 1667, algo muy recomendable dada la heterogénea composición de la sociedad maltesa y de la propia Orden. En 1673 el baile sanjuanista de Lora se quejó del embargo en nuestro puerto de la mercancía de un vecino de Malta por ser transportada en una nave cuyo patrón era francés. Se mantuvo que la propiedad de la nave correspondía a un maltés, y en 1674 el virrey de Valencia se dirigió al gobernador de Alicante para que suavizara la situación dado el estado de hostilidad con los franceses.

                En años sucesivos la tensión cedió en una atmósfera mezclada de astucias y claudicaciones españolas. Los holandeses, ahora aliados interesados, aseguraron la comunicación entre Malta y la Península. El 24 de febrero de 1678 el caballero de San Juan don Manuel de Cardona y el de Montesa don Francisco de Cardona obtuvieron plaza en la flota o caravana holandesa que se dirigía a Malta, junto a Liorna punto de contacto de primer orden con las aguas del imperio Otomano.

                Atractivos aristocráticos de las órdenes militares.

                Los tiempos de la caballería andante, tan idealizados, eran un venerable recuerdo en el siglo XVII, cuando en los campos de batalla impusieron su ley las grandes formaciones de infantería provistas de armas de fuego, enfrentadas con frecuencia a sofisticados sistemas poliorcéticos. Los escuadrones de caballería potenciaron los efectos de aquella Revolución Militar, y la ética caballeresca tenía la virtud de prestigiar el alto mando militar nobiliario. Las obras de calidad diversa que glosaban o relataban los grandes hechos caballerescos de los linajes de un reino sirvieron a tal propósito. Las Trovas de mosén Jaime Febrer ensalzaron a los caballeros de Valencia en calidad de conquistadores del Reino. En las Españas coetáneas, al igual que en el resto de la Cristiandad, la condición caballeresca legitimaba una gran variedad de exenciones de gran utilidad ante los embates de una monarquía exigente de recursos y servicios. Los hábitos de una Orden Militar, aureolada por un pasado de guerra contra el infiel, disponían en consecuencia de un enorme atractivo.

                Los caballeros alicantinos habían acostumbrado a ingresar en las filas de la valenciana Orden de Montesa a lo largo de los siglos XVI y XVII. Tal fue el caso de los Escorcia y Ladrón, Sanz, Rotlà y Canicia, Pascual, Mingot y Fernández de Vera. A fines del XVII la de San Juan aumentó sus caballeros de Alicante. En 1686 ingresó tras pasar las prescriptivas pruebas de nobleza don Cipriano Juan Canicia Pascual y Pascual, y en 1687 don Juan Bautista Pascual Robles Martínez de Fresneda y Riquelme, y su hermano don Vicente. Los Pascual acentuaron tales timbres de distinción aristocráticos coincidiendo con una época en la que el Gran Priorato de la Orden en Consuegra fuera ostentado por miembros de la realeza como don Juan José de Austria o el mismo Carlos II.

                El Gran Maestre don Ramón condescendió por razones interesadas con estos tratos aristocráticos, y el 8 de junio de 1707 se prestó gustoso a satisfacer al duque de Gandía en la promoción de un varón incapaz de superar las pruebas de nobleza, contrariando a todas las lenguas o divisiones “nacionales” de la propia Orden. En este sistema elitista conseguiría entrar años después nuestro conocido Jorge Juan, hijo de los condes de Peñalba y sobrino del bailío (o baile) de Caspe don Cipriano Juan. Antes de su retorno a España en 1729 con dieciséis años fue paje del Gran Maestre en Malta y comendador de gracia de Aliaga.

                No obstante, la mentalidad de negocios no cedió y los prohombres continuaron interesándose por el arrendamiento de los impuestos y por los préstamos, así como por la marcha del comercio.

                En vísperas de un nuevo tiempo.

                Antes de la guerra de Sucesión, que tantas cosas alteraría, la Huerta alicantina era un entorno bien consolidado, a despecho de ciertos problemas de riego. El 1 de enero de 1666 a Alicante le fue dada la razón en el pleito de la Cava con Jijona, que en 1689 discutió el empleo de las aguas del barranco de los Frutales. Se pleiteó también en 1688 con Castalla y Tibi por los conductos de drenaje de las aguas del Montnegre, haciéndose uso por el letrado Juan Alfonso Burgunyó de ciertos privilegios de Alfonso X sobre el derecho de aprovechar la cabecera del río. Problemas de viabilidad también ocasionaron los molinos en las balsas de la Huerta, que no pudo permitirse el lujo de prescindir de las aguas pluviales. Particularmente dramática fue la rotura del pantano de Tibi en 1697.

                En sus más de 26.000 tahúllas o 2.882 hectáreas, aumentó entre 1638 y 1704 el número de propietarios de 701 a 1.069, lo que reforzó la prosperidad comercial de Alicante, tan vinculada a la producción vitivinícola. En consonancia con la creciente parcelación, la extensión media de las heredades pasó de 22 a 18 tahúllas, a la par que el peso de los propietarios con menos de 20 tahúllas pasó del 56 al 73 por ciento del total. Más de la mitad de los alicantinos tuvieron que ganarse la vida como jornaleros o trabajadores del puerto. El arrendamiento fue una alternativa a la que recurrieron muchos hacendados para cultivar sus propiedades, a veces repartidas entre distintos espacios. La montfortina Laura Pujalt disponía en 1686 de dos trozos de tierra campa de cereales, de un bancal, de un olivar y de otro en medio de las viñas. Los vínculos familiares y matrimoniales tuvieron una gran importancia en el mundo campesino.

                Los beneficios se destinaron de forma muy parcial y selectiva al fomento de la cultura. Con los dineros del derecho del muelle se pagaron la predicación de Cuaresma, los estudios de artes, gramática y de teología preparatorios para el acceso a la Universidad, y la capilla de música de la ciudad, que se sintió orgullosa de sí misma, algo que le ayudaría a superar los padecimientos de la guerra de Sucesión.

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