EL INTERREGNO EN TIERRAS VALENCIANAS (1410-12). Por Víctor Manuel Galán Tendero.

30.07.2024 16:19

               

                Una época de divisiones.

                El reino de Valencia, como el resto de la Corona de Aragón, vivió los tiempos difíciles del Interregno, al fallecer Martín I sin heredero reconocido en 1410. Coincidió, por otra parte, con las tribulaciones del Cisma de la Iglesia, en las que disputó el Papa de origen aragonés Benedicto XIII. Las divisiones y los enfrentamientos no fueron baladíes, y el resultado final del Interregno ha dado pie a un larguísimo debate historiográfico. Los valencianos de aquellos años tuvieron inclinaciones políticas distintas. No sólo hubo partidarios de don Jaime de Urgel o de don Fernando de Antequera, entre otros, sino también del indiferentismo a la espera de una decisión legal firme.

                Sería erróneo considerar que estas parcialidades fueron el resultado de las preferencias por uno u otro candidato, pues en verdad sus disputas eran anteriores. Desde comienzos del siglo XV, al menos, las coaliciones de linajes nobiliarios (ahora comandadas por los Centelles y los Vilaragut) venían perturbando la vida de la ciudad de Valencia y de una buena parte de su reino. Martín I, para aplacar sus violencias, destacó a virreyes dotados de poderes y medios judiciales extraordinarios, como a Arnau Guillem de Bellera en 1409. La ciudad de Valencia y la Diputación del General se avinieron a auxiliarlo económicamente, pero en 1410 el virrey se encontró con la desagradable sorpresa del licenciamiento de sus tropas por falta de fondos. La razón de ello fue esencialmente política, aunque los valencianos tampoco lo tenían sencillo para conseguir riqueza.

                Negocios arriesgados.

                Expuestos a las epidemias de peste y otras enfermedades, como otras gentes del Viejo Mundo, los valencianos estaban sometidos a los vaivenes de las cosechas. Para limar sus asperezas, tan severas en los años de escasez, desarrollaron una dinámica actividad comercial, cuando el placer por los lujos se extendía entre los aristócratas europeos. Las comunidades mudéjares del reino dispensaron productos apreciados y contactos mercantiles de singular valor.

                El reino de Valencia mantenía al filo del 1400 un lucrativo comercio con el Norte de África, del que obtenía cereales, oro y otros valiosos activos a cambio de objetos como los paños. Tales intercambios eran un recurso muy valioso de cara a su comercio con Castilla y con los Países Bajos. En el anudamiento de relaciones con los musulmanes norteafricanos tuvieron una gran relevancia figuras como la del mudéjar Jucef Xupió, considerado por los jurados de Valencia como uno de sus ciudadanos, con todo el derecho a gozar de la protección y de las libertades de sus vecinos.

                Sin embargo, las oportunidades mercantiles valencianas se vieron gravemente amenazadas por las naves corsarias musulmanas. La participación, junto a los mallorquines, en la Armada Santa asistida por el Papa Benedicto XIII (1398-9) apenas rindió resultados contra el corso. Es más, se temió en los años sucesivos la formación de una importante flota en el África septentrional. El sultanato de Granada, con una extendida línea de costa y marineros avezados, reforzaba aquel peligro sobremanera.

                Los corsarios castellanos no se quedaron a la zaga, convirtiéndose Cartagena en un destacado puerto para sus acciones. No dudaron en atacar la lucrativa navegación valenciana hacia Berbería. A 31 de mayo de 1402, los jurados de Valencia se quejaron al camarero mayor de Enrique III de Castilla, don Iñigo López de Mendoza, del asalto de una galera y dos galeotas de sus mercaderes, como el mencionado Jucef Xupió, procedentes de Tremecén.

                Las belicosas fronteras.

                Aunque atacaron igualmente los intereses valencianos, los granadinos no hicieron causa común con sus amenazantes vecinos castellanos. En la primavera de 1405 rompieron hostilidades por la cercana frontera de Murcia, con el riesgo de adentrarse en la gobernación valenciana de Orihuela. La muerte de Enrique III de Castilla el 25 de diciembre de 1406 no impidió a su hermano, el regente don Fernando, proseguir la guerra contra Granada, al tratarse de una fuente de poder, dinero y prestigio.

                Los asaltos granadinos se recrudecieron en 1409 en la gobernación de Orihuela, cuando algunos renegados guiaron a los atacantes con destreza. La osadía musulmana también se hizo visible en el mar. Los jurados de Valencia comunicaron el 21 de abril de 1410 a los de Murviedro, Alcira, Gandía y Játiva que una galeota islámica se había adentrado por la gola de la Albufera, atacando las barracas de sus gentes y apresándolos sin reparar en edad o sexo para conducirlos al Norte de África. Se les pedía que dieran limosnas para alzar una torre fortaleza allí, protectora de los barqueros, exhortando además el obispo de Valencia con cien días de perdón a cada uno de los benefactores. Todavía estaba por venir la red de torres de defensa litoral que costearía la Generalidad en los siglos XVI y XVII.

                La amenaza sobre el reino de Mallorca también era clara. A 19 de mayo de aquel año los jurados valencianos informaron al gobernador y a los jurados de Ibiza del ataque a Benidorm de cuatro fustas musulmanas, que dieron caza a las embarcaciones cristianas que navegaban entre la misma Benidorm y Calpe.

                La campaña del regente don Fernando contra Antequera.

                A veces se ha sostenido que las victorias de don Fernando contra los granadinos allanaron su camino al trono aragonés, pues le dispensaron un gran prestigio. Se trata de una verdad muy a medias, pues los jurados de la ciudad de Valencia atribuyeron la ferocidad de los corsarios musulmanes a la guerra que él movía por mar y por tierra contra Granada. Un mercader tan bien relacionado con los círculos dirigentes valencianos como Jucef Xupió contaba allí con importantes lazos familiares y negocios lucrativos. Una derrota de los nazaríes podía resultarle perjudicial.

                El 26 de abril de 1410 se inició, con no escaso despliegue de medios, el asedio de Antequera, una de las más importantes plazas de los granadinos en la frontera. Los castellanos vencieron el 6 de mayo a los nazaríes en la batalla de la sierra de la Rábida. La noticia llegó a Valencia, sosteniéndose que la derrota había costado a los granadinos veinticuatro mil bajas. Fue la esposa de don Fernando, la muy acaudalada doña Leonor de Alburquerque, quien les transmitió la nueva con la clara intención de enaltecerlo. Consciente del poder que detentaba, don Fernando no aceptó la tregua de Yusuf III, prosiguiendo el sitio de Antequera.

                Una parte de la oligarquía de la ciudad de Valencia fue sensible a la causa y a la propaganda del regente castellano. El 27 de junio sus jurados llegaron a felicitarlo, esperando que Dios le deparara la conquista de Granada (“aquella perversa nación”), su poblamiento por cristianos y la erección de nuevas iglesias. Curiosamente, ese mismo día los defensores de Antequera consiguieron repeler un ataque castellano con escalas.

                La muerte de Martín I y el comienzo del Interregno.

                A 31 de mayo falleció Martín I de Aragón sin heredero reconocido. La noticia llegó al campamento del regente a mediados del verano, que ya pensaría aspirar al trono aragonés, al ser nieto por parte de madre de Pedro IV. De hecho, antes don Fernando había aceptado reunirse con su tío don Martín en Zaragoza, un encuentro que al final no se celebraría. Convenció finalmente a la otra regente de Castilla (la reina madre Catalina de Lancaster), a las ciudades castellanas con voto en Cortes y al Papa Benedicto XIII de la idoneidad de sus planes. Así, pudo emplear con más facilidad el poder militar acumulado en la frontera granadina.

                Los castellanos entraron el 24 de septiembre en la alcazaba de Antequera, cuyos últimos defensores abandonarían la ciudad al día siguiente. A 30 de septiembre, en el mismo real de Antequera, don Fernando hizo pública su pretensión al cetro aragonés. Otros candidatos, como el conde Jaime II de Urgel, también concurrieron a una elección que se anunciaba complicada y llena de riesgos. Se iniciaba el Interregno, que el lugarteniente del gobernador Joan Rotlà caracterizaría como “un tiempo en que no había rey y señor, y en el que las gentes iban a rienda suelta”.

                Un virrey enérgico en apuros.

                La muerte de Martín I dejó en una incómoda situación al virrey Guillem de Bellera, pues su autoridad fue contestada por más de uno. Gobernar a unas gentes enfrentadas entre sí exigía una difícil combinación de astuta prudencia y de resolutiva energía, que no pareció demostrar tener como procurador general de Aragón don Jaime de Urgel, revocado el 17 de mayo de 1410, y que podía haber sucedido a Martín I en razón del ejercicio de aquella responsabilidad.

                Cuando el 15 de junio el virrey escribiera a Orihuela para que enviara a sus delegados a concurrir en una reunión parlamentaria del reino sobre la sucesión, recibió una altiva respuesta. Como cabeza de una gobernación, Orihuela sólo enviaría embajadores a la corte.

                Intentaron también ganarla para su causa, sin éxito, los caballeros del bando de los Centelles, igualmente a la greña con el virrey. Su inspección a las inquietas morerías del reino provocó la alarma de más de un señor, que temió que sus vasallos mudéjares terminaran marchando a Granada o Berbería. El 14 de octubre tuvo que detener sus pesquisas.

                Tales rechazos y oposiciones determinaron al virrey a hacerse fuerte en la ciudad de Valencia, donde la parcialidad de los Vilaragut (opuesta a la de los Centelles) le dispensaría su interesada colaboración. Los dos bandos reforzaron sus fuerzas con gentes foráneas, y en tal estado de cosas el obispo de Valencia don Hugo de Lupià reunió a los eclesiásticos del reino en noviembre para encontrar una solución.

                Las dificultades de los valencianos para concordarse entre sí se sumaron a las de los aragoneses y otros. En estas circunstancias, el entendimiento entre los componentes de la Corona de Aragón se antojaba tan lejano como complicado. Todo podía suceder, y en el otoño de 1411 don Fernando (ya el de Antequera) anunció la tregua con los nazaríes en Murcia, donde congregó una importante fuerza militar que despertó la inquietud de Orihuela. Los viejos rivales castellanos podían aprovechar la ocasión para invadir el Sur del reino.

                Todos se mantienen en sus trece.         

                Aunque las dos parcialidades se avinieron a reunirse el 15 de enero de 1411 en el Real de Valencia para escuchar la embajada del parlamento de Cataluña, la división no cesó ni por asomo. El virrey encontró a don Bernat de Centelles a un encarnizado enemigo, cuyas compañías tomaron Vilafamés y terminaron ahorcando al baile de Castellón.

                Seguía su parcialidad, la de los entonces llamados caballeros de fuera, don Pero Maça de Liçana el Barbudo, poderoso en el Sur del reino. Orihuela le prohibió la entrada en febrero, al igual que al murciano don Alonso Yáñez Fajardo, al desear preservar su independencia de criterio. Tampoco consintieron sus jurados en mayo que el virrey pretendiera inspeccionar las fortalezas de la gobernación acompañado de doscientos hombres de armas. No tomó partido, como tampoco lo harían ni Alicante ni Játiva, por mucho que su gobernador Olfo de Próxita (de la parcialidad de los Centelles) les insistiera. La indiferencia fue su divisa, remitiéndolo todo a una solución jurídica acordada, pues además de desconfiar de las apetencias de los principales caballeros del territorio, también lo hicieron del poder de sus vecinos castellanos de Murcia. Sin embargo, decantarse por una opción como la de don Jaime de Urgel los exponía a un posible ataque de don Fernando e incluso de los granadinos.

                El de Antequera no estaba precisamente inactivo, situándose estratégicamente en Cuenca con dos mil caballeros. Uno de sus hombres de confianza, don Pedro Hurtado de Mendoza, incursionó hasta Ademuz, Castielfabib y Alpuente, acompañando a sus fuerzas varios letrados de Salamanca. Quisieron aleccionar a estas villas sobre los derechos de don Fernando, animándolas a ser los primeros en proclamarlo. Con prudencia lo declinaron, remitiéndolo a las Cortes del reino de Valencia. Quienes terminaron finalmente aceptándolo fueron los de la parcialidad de los Centelles, quizá pensando en un monarca conquistador que les dispensara beneficios y bien capaz de alejar al aborrecido virrey.

                Dos parlamentos y un reino.

                Las parcialidades no renunciaron a las leyes como arma arrojadiza y en septiembre de 1411 articularon dos parlamentos o reuniones de seguidores, mayoritariamente nobles, que tuvieron la pretensión de hablar en nombre de todo el reino. Bajo la autoridad del virrey, se formó uno en Valencia, el de los Vilaragut y sus coaligados. Tanto el maestre de Montesa como el Papa Benedicto XIII intentaron favorecerlo frente al de sus rivales, pero carecieron de éxito.

                Los Centelles habían juntado sus fuerzas en Alginet, negándose a entrar en el Real de Valencia. Los parlamentarios de allí decidieron trasladarse a Vinaroz para comunicarse mejor con catalanes y aragoneses. Los caballeros de fuera terminaron poniendo en pie otro parlamento en Traiguera, presidido por don Olfo de Próxita, con la misma intención que el de Vinaroz. Ambos querían llevar la voz cantante, y sintomáticamente el presidente del parlamento de Vinaroz era el mismo lugarteniente del gobernador de Orihuela Olfo de Próxita, don Ginés Silvestre, también su síndico en Cortes. Ni uno ni otro sacaron a Orihuela de su indiferencia.

                Ante tal división, se pensó en recurrir a la mediación del ya afamado Vicente Ferrer, entonces en tierras castellanas. A 15 de diciembre, Benedicto XIII intentó infructuosamente que ambos parlamentos concurrieran en uno general junto al estamento eclesiástico y al real de las ciudades y villas. A este respecto, escribió don Ginés Silvestre al consejo de Orihuela:

                “Los embajadores de los caballeros en Traiguera y los embajadores del parlamento de Vinaroz se encuentran en Peñíscola para concordarse y creo que se ufanarán que el Santo Padre esté de por medio, porque los aragoneses y los catalanes ya están en Alcañiz. De otros hechos no sé qué escribiros, salvo que en aquella villa (de Orihuela) no quisiera que entrara el diablo, y que perseveréis en ser ejemplo de otras universidades reales que están tan divididas, incluso en cien casas. Y os certifico que no podréis hacer mayor servicio al que será nuestro rey que guardar aquella villa en paz, porque os aseguro que si no lo hicierais tendrían ocasión los unos de destruir a los otros, y después tendrían motivo para vengarse. Y si los unos por dañar y los otros por vengar, la villa no será defendida de los enemigos de la fe ni de otros. Por reverencia de Dios, abandonad las rencillas entre vosotros y guardad la villa en paz hasta que tengamos rey y señor, y ratificareis la lealtad de vuestros predecesores, con grandes sentimientos del infante de Castilla por una y del conde de Urgel por otra, mostrando a muchas gentes la salud para aquella villa de la concordia.”

                Los intentos de concordarse entre ambos parlamentos quedaron en agua de borrajas. Mientras tanto, las tropas del virrey atacaban Nules, baronía de don Bernat de Centelles. Tampoco se depusieron las armas ante las amenazas llegadas del Sur del reino, cuando se temió que una flotilla granadina compuesta por una galera y cuatro galeotas zarpara de Vera para atacar el arrabal de Alicante.

                Al finalizar el año 1411 el reino de Valencia estaba roto por las divisiones. El virrey y el parlamento de Vinaroz sólo eran seguidos por la ciudad de Valencia, Liria, Alcira, Cullera, Biar, Villarreal, Castellón, Jérica y las aldeas de Morella. Abrazaron al final la causa de don Jaime de Urgel. Los Centelles, alma del parlamento de Traiguera, reforzaron sus huestes con tropas castellanas, que don Fernando se negó a retirar por mucho que se protestara. El asesinato del arzobispo de Zaragoza García Fernández de Heredia ya le había deparado la oportunidad de entrometerse en los enfrentamientos entre aragoneses, y ahora iba a hacerlo más a fondo en los de los valencianos.

                La guerra desgarra las tierras valencianas.

                Los caballeros del bando de los Centelles tomaron la iniciativa militar, especialmente don Pero Maça de Liçana. A 31 de diciembre de 1411, asaltó y ganó Alcira, que tuvo que abandonar al día siguiente ante la llegada de las tropas virreinales. También intentó ganar Elche a comienzos de 1412, algo que tampoco logró al enviar el virrey en su contra unos mil caballeros y diez mil peones, si aceptamos las cifras consignadas por Zurita. Los Centelles, asimismo, combatieron por conquistar Castellón, que defendían gentes de armas y ballesteros del mismo virrey y de la ciudad de Valencia.

                La lucha también se libraba por medios propagandísticos, acusando los enviados de don Fernando en Alcañiz al conde de Urgel de coaligarse con Yusuf III de Granada, enemigo de la Cristiandad. Según aquéllos, don Jaime pidió al nazarí dinero para asoldar una importante fuerza por medio año, la liberación de varios caballeros de la parcialidad de don Pere de Vilaragut y que convenciera al gobernador de Mallorca sobre la rectitud de su causa. Se ha discutido si todo este asunto no sería una mera invención, aunque lo solicitado por el de Urgel y los contactos de Jucef Xupió con los granadinos han inclinado a muchos historiadores a darlo por válido

                Don Jaime también recabó la ayuda de Enrique IV de Inglaterra, que autorizó que formara compañías de gentes de armas en sus dominios de Gascuña. La neutralidad, por muy distinta que fuera su concreción en comparación con la actual, no fue observada por muchos, aunque en la congregación de Caspe se aceptara al final los representantes que del reino de Valencia llegaran, vista la grave prolongación del Interregno. El parlamento de Vinaroz intentó mandar los suyos, pero también el de Traiguera, que a tal fin pasó a la Morella en pugna con sus aldeas.

                Una batalla determinante.

                Don Jaime de Urgel no estaba dispuesto a dejar perder a sus seguidores valencianos, y mandó una fuerza con cuatrocientos caballeros de Gascuña y Cataluña, capitaneada por don Ramón de Perellós, el que años antes había emprendido viaje a Irlanda en busca de la entrada al purgatorio. Tan arriesgado capitán no se dejó detener por los representantes catalanes reunidos en Tortosa, que no querían que se arrojara más leña al fuego, y se dirigió hacia Burriana. Allí debería de cruzar espadas con don Bernat de Centelles, que había sido reforzado con las huestes castellanas que desde Aragón le enviara don Juan Fernández de Heredia, llegando a sumar unos trescientos cincuenta caballeros.

                Supo de tales nuevas el adelantado mayor de Castilla, don Diego Gómez de Sandoval, que en la castellana Requena aguardaba vigilante con sus tropas. A 23 de febrero de 1412 marchó a enlazar con don Bernat al frente de doscientos caballeros y trescientos infantes de apoyo. Pasó por Siete Aguas, señorío del conde de Urgel como toda la hoya de Buñol, y llegó a la Puebla de Benaguacil.

                Enterado de sus movimientos, el virrey quiso impedir su unión con las fuerzas de don Bernat de Centelles en los campos de Burriana. El adelantado don Diego consiguió alcanzar Murviedro, declarada por el bando de los Centelles. Hacia aquí se movieron las tropas de la ciudad de Valencia, que dispusieron su real en El Puig, y los seguidores de los Vilaragut de Burriana.

                El virrey no quiso atacar Murviedro con todas las tropas congregadas, sino dirigirse a Castellón para aplastar a don Bernat de Centelles. En vano intentaron detener el combate los enviados pontificios, pues según Zurita ni lo consintieron los caballeros aragoneses ni castellanos. Las huestes virreinales marcharon por el camino próximo a la costa y el 27 de febrero se libró una encendida batalla en el Grao de Murviedro, la del Codolar. Allí el virrey la perdió, junto con su vida. Algunos de sus caballeros murieron ahogados cuando pretendían escapar. Zurita eleva las pérdidas de los urgelistas a tres mil hombres, incluyéndose a cuatrocientos caballeros. Otros mil quinientos fueron hechos prisioneros para su lucrativo rescate, como el mismo hijo del virrey, obligado a llevar como trofeo la cabeza de su padre clavada en una lanza hasta Murviedro. La humillación declaraba la triunfadora brutalidad de los vencedores. Cayó en sus manos la Señera de Valencia, que el adelantado Gómez de Sandoval mandó a don Fernando, insistiéndole “que cuando Dios quisiere que tomase el título de rey, confiando en Dios que sería pronto, que le placiera tomarlo con aquella bandera real”. El de Perellós volvió grupas al conocer el resultado.

                ¿Una elección ya decantada?

                Con una situación política bloqueada de manera infernal, el resultado de las armas comenzó a desatar el nudo gordiano. Autores como Ferran Soldevila estimaron de gran trascendencia el resultado de la batalla del Codolar, al derrotar prácticamente al urgelismo en el reino de Valencia. Los reunidos en el parlamento de Vinaroz perdieron entonces mucha de su fuerza, y los de Morella sumaron más nobles y el reconocimiento de los aragoneses, cada vez más inclinados por don Fernando el de Antequera, a despecho de las quejas hacia sus soldados castellanos, que se comportaban como almogávares por tierras de Granada.

                Una insegura ciudad de Valencia mandó al infante una embajada para acordar las condiciones de rescate de los apresados en la batalla, además de conseguir salvoconductos para los mercaderes navegantes en España, valiéndose de los servicios del secretario del infante Diego Fernández de Vadillo, obsequiado con una bella copa de plata valorada en cuarenta y cinco libras. Por otro lado, también otorgó poderes a uno de los presentes en el parlamento de Morella, Joan Mercader (más tarde baile general de Valencia por Fernando I), para participar en la elección de los tres representantes del reino, que se reunirían con los tres de Cataluña y los otros tres de Aragón en Caspe a fin de declarar quién era el más apto a la corona, según los términos de la concordia de Alcañiz. Se requirió a indiferentes como el maestre de Montesa o a Játiva a abandonar su actitud: los veinticuatro compromisarios elegidos escogieron el 12 de marzo de 1412 a los tres representantes valencianos, entre ellos el prestigioso Vicente Ferrer y su hermano Bonifacio.

                Todo ello no serenó las aguas del reino, bien agitadas por unos Centelles y Vilaragut todavía en liza, que no habían dicho la última en su interminable sucesión de disputas. Valencia aparecía como tierra de promisión para los guerreros gascones, que formaron compañías para ofrecerse a sueldo al mejor postor.

                 El 13 de abril se sometió la ciudad de Valencia a los seguidores de los Centelles. Un parlamento general pudo ser convocado en la capital del reino en aquellas condiciones. Sin embargo, los Vilaragut no habían dicho su última palabra. Intentaron sin éxito celebrar uno en Alcira, pero en desquite sus fuerzas en Burriana consiguieron derrotar el 24 de abril a las compañías castellanas de los Centelles. El combate no era para ser tomado a broma, enviándose más refuerzos desde Castilla.

                Mientras tanto, las deliberaciones se iban sucediendo en Caspe, donde el representante valenciano Giner de Rabasa acabó siendo sustituido por Pere Beltrán. Se ha sospechado que sus problemas de salud mental sólo resultaron ser una excusa para suplantarlo, dadas sus simpatías urgelistas. El protagonismo de Vicente Ferrer sea destacado a la hora de decantar la balanza por don Fernando, aunque él ya había hecho lo oportuno para conseguir un resultado propicio. El 28 de junio de 1412 se emitió la sentencia favorable a su elección como rey, que conoció en Cuenca. Su ascenso al trono había sido verdaderamente complicado, tan lleno de violencia como de apelaciones interesadas a las leyes, dejando un reino de Valencia todavía por unir, donde más de uno tuvo que hacer de la necesidad virtud.

                Los últimos combates de los seguidores de don Jaime de Urgel.

                El flamante rey Fernando I no se había granjeado aún  el reconocimiento de parte de sus súbditos valencianos. En Castellón, Alcira y Valencia el conde de Urgel todavía tenía partidarios en 1413. Los inquietos jurados de Valencia denunciaron el 18 de mayo de forma imprecisa al monarca los conventículos urgelistas, vestigios de las inclinaciones tiránicas de los regimientos municipales anteriores. La lucha por el control de la ciudad entre facciones era una triste realidad, solicitando la más leal a don Fernando su intervención a favor. El temor a los conspiradores, a sus habladurías, también se extendió a Villarreal y Almazora a 3 de junio, culpándose esta vez a los castellanos traidores de la disidencia.

                Por mucho que se dijera que algunos esperaban a don Jaime de Urgel como al Mesías, no se produjo un levantamiento en su nombre cuando volvió a reclamar el trono tras la sentencia de Caspe, excepto en su señorío de Buñol. Desde antes del 25 de mayo los partidarios de Fernando I sabían que el conde había requerido unos veinticinco mil florines a sus vasallos de allí, mayoritariamente mudéjares. Se ha especulado si Jucef Xupió estuvo detrás del movimiento y si intentó ganar la voluntad de otras morerías del reino. El de Urgel, con todo, lo intentó, sin desanimarse por su fracaso en tomar Huesca y Lérida a 27 de junio. Si Balaguer fue desde julio hasta octubre su plaza fuerte y reducto en Cataluña, que exigió para ser rendida un importante asedio, Buñol lo fue en el reino de Valencia. Su sitio duró del 5 al 19 de julio, destacando Valencia, Játiva y Castellón tropas. Además, los jurados valencianos enviaron el 11 de julio material de artillería, cada vez más presente en los campos de batalla europeos. Sin embargo, el pago de dos mil florines al capitán de la hueste defensora, Bernat Aguilar, resultó más efectivo que la pólvora para concluir el asedio. Mientras se combatía, la carestía de granos resultante de una dura sequía se hacía sentir en los graneros de Aragón y Castilla, esenciales para una Valencia que tuvo que ser socorrida desde la inquieta Sicilia.

                Otra batalla no menos dura se tuvo que librar para controlar a los orgullosos caballeros, fueran del bando que fueran. El baile general Joan Mercader tuvo que emplearse a fondo. A 29 de mayo había hecho venir a Castellón al lugarteniente del maestre de Montesa para asegurar debidamente la provisión de las fortalezas del maestrazgo. Aunque los aguerridos don Bernat de Centelles y don Pero Maça de Liçana laboraban ahora para reunir en la ciudad de Valencia a los brazos o estamentos del reino, Mercader no confiaba en ellos. Ambos acumulaban la parte del león de los pagos reales por cada rocín armado (del estilo de los acostamientos castellanos), a razón de medio florín al día. Don Bernat cobraba por doscientos cincuenta caballos de guerra y por cien don Pero, despertando la envidia de otros nobles. El equilibrio podía romperse en un momento en el que se necesitaban las fuerzas de toda la caballería.

                A 1 de agosto se acogió con satisfacción el ofrecimiento de don Ramón y don Berenguer de Vilaragut para unirse a la fuerza de trescientos caballeros del reino (comandada por el duque de Gandía, que también había sido candidato a la corona durante el Interregno) ante Balaguer. La prolongación de las treguas entre los Vilaragut y los Pardo, del círculo de los Centelles, el 19 de agosto fue recibida con alborozo. Sin embargo, la otra cara de la moneda fue que tanta solicitud de servir militarmente a Fernando I podía dejar peligrosamente desprotegido el reino a mediados de septiembre.

                Los temores no se cumplieron al final. Significativamente, un 14 de septiembre Jucef Xupió ofreció amablemente sus presentes de dátiles y pasta de Jérica a Fernando I, tal y como ya hiciera con Juan I y Martín I. Era hora de acercarse pragmáticamente al poder de turno, cada vez más triunfal, para seguir gozando de posición y riqueza, dejando atrás las adhesiones de los inciertos días del Interregno.

                Fuentes.

                Pedro Bellot, Anales de Orihuela. Edición de Juan Torres Fontes, 2 vols., Murcia, 2001.

                Agustí Rubio, Epistolari de la València medieval (I), Valencia, 1985; Epistolari de la Valencia medieval (II), Valencia/Barcelona, 1998.

                Margarita Tintó, Cartas del baile general de Valencia Joan Mercader, al rey Fernando de Antequera, Valencia, 1979.

                Lorenzo Valla, Historia de Fernando de Aragón. Edición de Santiago López Moreda, Madrid, 2002.

                Jerónimo de Zurita, Anales de Aragón, Libro IX. Edición de Ángel Canellas. Edición electrónica de José Javier Iso (coordinador), María Isabel Yagüe y Pilar Rivero.