EL VIRREY COMBATE LAS PALABRAS DE LOS AGERMANADOS.
Mostrarse duro y a la par flexible con un enemigo se antoja tarea casi imposible. A veces los romanos, como algunos de sus émulos, desplegaron con energía toda su fuerza al principio para negociar con mayor comodidad después y lograr condiciones más favorables. Durante el Renacimiento se leyó con atención a los autores latinos para extraer lo mejor de sus máximas con provecho del político. Un hombre como don Diego Hurtado de Mendoza, virrey de Valencia, tuvo que considerar con detenimiento estas cuestiones, pues combatió el movimiento revolucionario más formidable de la Valencia foral, el de las Germanías.
Los revolucionarios lo habían expulsado de la capital y lo habían atacado con decisión. Con el apoyo de un buen grupo de caballeros logró rehacer sus fuerzas y lanzarse contra una Valencia en la que afloraron las divisiones entre los agermanados. Los más moderados entablaron contactos con él. En el otoño de 1521 se presentó una buena oportunidad para ampararlos y demostrar de paso su autoridad, tan maltratada los meses anteriores.
Como administrador de la justicia del rey se presentó ante sus oponentes con tono contenido. Quería prevenir más que ejecutar, aunque al final amenazara a los contraventores con la ejecución e incautación de bienes. En los territorios bajo su dominio no toleraría que a nadie se le tachara de traidor, rebelde o mascarado. Los mascarados o tiznados eran los partidarios del virrey en boca de los agermanados. También se trató de proteger a sus interlocutores en el bando opuesto, que más tarde tendrían que arrostrar los denuestos de sus antiguos camaradas.
Adoptó un lenguaje político aceptable para los agermanados, el de la cosa pública al estilo del franciscano Eiximenis, con tanto predicamento en Valencia que su obra podía ser consultada públicamente fijada a una cadena. Los que la perturbaran actuaban, según el virrey, como ministros del diablo. La componente religiosa del poder político era indudable y toda alabanza a la germanía se entendía como un ataque a la cosa pública querida por Dios.
Tales palabras malignas perturbaban a los que se consideraban súbditos respetables, aquellos que vivían en sus casas respetando la justicia al modo del virrey. El conformismo nunca ha sido malo para quienes han ejercido el poder.