LA FLOR DE LA MAR, REDES DE DELINCUENTES Y PERSONAS JUSTAS EN EL MEDITERRÁNEO DE 1610.

22.03.2017 20:02

 

               

                A principios de noviembre de 1610, sobre las cuatro de la tarde, arribó al puerto de Alicante una nave inglesa, la Flor de la Mar, que había zarpado desde Argel. Llegó con moros, judíos y moriscos de los reinos de España, cargada con valiosas mercancías y cristianos que habían sido esclavizados. Su destino inicial era Tetuán, pero en el curso de la singladura los ingleses se enfrentaron a aquéllos, les dieron Santiago, y en la plaza alicantina pretendieron que se declararan de buena guerra sus prisioneros. Gracias a una añagaza los habían vencido, matando a dos judíos, otros dos moriscos de origen granadino y cuatro moros norteafricanos.

                Desde 1604 España e Inglaterra habían concertado la paz, consignada en el tratado de Londres, tras muchos años de intenso enfrentamiento naval. La petición de los ingleses parecía lógica y acomodada a la lucha contra el corso promovido desde Argel, la ladronera en opinión de muchos españoles. En consonancia con ello, el abogado fiscal del Real Patrimonio Jerónimo Mingot, auditor de la Capitanía General en el distrito de Alicante, dio por válida la presa e impuso el pago de derechos reales por treinta y cinco moros, doce judíos, sesenta y tres granadinos y veinte cautivos cristianos, muchos de ellos niños. Se registraron unos 307 cabos de ropa, que se decidieron trasladar a un almacén clausurado con tres llaves. Todo parecía dentro de la terrible realidad del momento.

                El portanveces de la gobernación del reino de Valencia de Jijona a esta parte y lugarteniente del capitán general valenciano don Juan Ferrer de Calatayud, el barón de Cuarte y del hábito de la orden de Montesa, ratificó lo aprobado y dio por válida la ganancia de unos 22.935 reales castellanos del capitán de la Flor de la Mar, William Garrett.

                Sin embargo, esta presa se convirtió en una defensa de la justicia y de la dignidad humana gracias al padre jesuita Pedro Juan Malonda, que había acudido a predicar la Cuaresma en Alicante. Denunció a fines de marzo de 1611 que los apresados habían acordado, con las debidas seguridades, su traslado a Tetuán con Garrett, que los había traicionado infamemente. Conchabado con el prohombre alicantino de origen genovés Francisco Imperial, tan activo en el corso de aquellos años, defraudó además mercancías que en total valían más de 42.000 escudos al ocultarlas en casas alicantinas, en la cercana Elche y en naves. Dolido con un acto que infamaba el honor real, llegó a prometer la entrega de 5.000 de los 22.000 reales que costaba la redención de los cautivos.

                El escándalo fue considerable y se sometió el caso a la justicia real. Al principio el proceso fue llevado en la Corte del Justicia de Alicante, Tomás de Vallebrera, que requirió el testimonio de marineros ingleses como George Chetton, el alicantino Miquel Carbonell o el morisco de origen granadino Juan Carrillo de Sevilla, un varón de unos veintiocho años que al ser expulsado marchó con su esposa e hijos a Argel, donde estuvo dos meses. Desveló que le había pagado a Garrett cuatro ducados por persona y veinticuatro por cada quintal de ropa, pero llegada una medianoche durante la travesía el inglés y los suyos la emprendieron contra los pasajeros. So pretexto de ofensa turca, mataron a varios. A los más acaudalados granadinos los montó en una barca y los arrojó al mar para robarles.

                La viuda del también morisco granadino Juan Gómez de Sevilla, Elvira Hernández, apoyó su testimonio. Confiados de la palabra del cónsul inglés en Argel Richard Alvin, ofrecieron fianzas por valor de 200.000 ducados para el viaje y tuvieron que desarmarse antes de embarcar. El judío de nación y vasallo del rey de Fez José Duque, de clara ascendencia sefardí, protestó por el desconsiderado trato recibido. Su condición le impedía caer en el cautiverio y en la esclavitud.

                El proceso se trasladó a Valencia, dada su importancia y para evitar presiones, y allí el cónsul inglés Alvin esgrimió que los mercaderes de su nación residentes en Argel le pusieron al corriente de las tropelías de sus gentes contra los súbditos de Felipe III y Jacobo I.

                Esta versión, favorable al entendimiento de 1604, fue torpedeada por el jesuita Pedro Planes, de treinta y tres años, que estuvo un año en Argel y vio que en la casa del cónsul se daba acogida a los corsarios. El franciscano natural de Zaragoza fray Juan Enríquez, de unos cuarenta años, caracterizó al cónsul como un mal hombre carente de fe en Jesucristo. No se le podía llamar honrado, pues intervino en el cautiverio de cristianos en las inmediaciones del cabo de Palos, con la complacencia de Alí Pichirino, un renegado genovés que había alcanzado gran relevancia en Argel. El trinitario fray Juan Figueroa, de veintitrés años, lo suscribió.

                Los manejos del cónsul fueron denunciados con severidad, más allá de los religiosos españoles. El capitán inglés del buque la Fortuna Christopher Brooks, un navegante de Bristol de treinta y cinco años, confirmó los peores extremos. Con un buen cargamento de paños ingleses hizo escala en Mallorca antes de proseguir rumbo a Argel, donde conoció la siniestra fortuna de dos compatriotas suyos.

                Los mercaderes Christopher Sandford y Nicholas Epissard habían sido cautivados en el cabo de Palos por los argelinos. A la llegada de Brooks a la plaza norteafricana, acababan de ser liberados, pero pronto volvieron al cautiverio de los baños. El cónsul Alvin, entonces deponiendo en Valencia, escribió al baja Alí Pichirino: si les privaban de los beneficios de la presa declarada en Alicante, los dos mercaderes les resarcirían de las pérdidas si querían recobrar la libertad. Sandford, hombre acaudalado, tuvo que escribir a su hermana para que le enviara desde Inglaterra de tres a cuatro mil piezas de oro.

                Mientras tanto, los cautivos que permanecían en Alicante en aquel 1612 no lo estaban pasando mejor, precisamente. Los moriscos, buenos conocedores de la cultura española coetánea, protestaron lo mejor que pudieron. Se estaban muriendo de hambre, necesidad y de frío, como esclavos de gentes como los Imperial, los Canicia, Pedro de Sanchos o Melchor Miguel, gentes del patriciado urbano de Alicante atentos al comercio de todo tipo. En aquellas durísimas circunstancias, hombres como el morisco Carrillo o el sefardí Duque alzaron la voz, junto a los magrebíes Hax Morato y Hax Hamssa, en favor de los demás. En la desgracia sus diferencias parece ser que se evaporaron.

                Podemos concluir nuestro relato, por fortuna, con la orden de libertad de los cautivos y restitución de sus bienes del virrey de Valencia del 3 de junio de 1612. La primera sentencia había sido claramente injusta y vulneraba el Fuero LI de las Cortes de 1585, que reservaba estos casos a la Cancillería.

                La buena acción del padre Malonda se terminó imponiendo a una poderosa coalición de ingleses, argelinos y alicantinos sin escrúpulos, que no vacilaban en entregar al cautiverio a las gentes de su propia nación. Aquella verdadera red delictiva fue derrotada por el ansia de libertad de españoles expatriados como los moriscos y por la voluntad de justicia de varios religiosos, cervantina coalición que aproximó a individuos aparentemente muy distanciados antes de 1609. Al menos don Quijote ganó esta batalla en las playas del Mediterráneo, todavía tan turbador y tan necesitado de fraternidad como hace cuatro siglos.