LA HISTORIA DE VALENCIA COMO MATERIA DE TEORÍA POLÍTICA EN BERNAT DESCLOT.

16.11.2016 20:29

 

 

               Uno de los grandes cronistas de la Corona de Aragón fue Bernat Desclot, que llegó a regentar la escribanía de la curia o corte de justicia de Gandía. De su persona no sabemos tanto como nos gustaría, pero de su obra podemos decir muchas cosas. A su manera refirió algunos de los momentos iniciales del reino de Valencia, que nos transmite a través de las acciones de sus admirados monarcas, Jaime I y su hijo Pedro III.

                Es muy normal que su relato ilustre una lección de ética caballeresca, en la que prima la fidelidad y el cumplimiento de los compromisos, esos resbaladizos vínculos de nuestra vida pública medieval. Ni las relaciones de familia se encontraban a salvo de su quebranto. Jaime I no terminó sus días ejerciendo de rey Lear, pero sus relaciones con sus descendientes fueron tempestuosas, lo que envenenó la escena general. Su heredero Pedro no quiso ajustarse a ninguna sumisión reverencial y ordenó el ahogamiento en el río Cinca de su hermanastro Ferrán Sánchez, en vida del Conquistador. El devoto Desclot no lo atribuye a ambición, sino al estricto cumplimiento de la justicia real. En su Crònica don Pedro encarnaría el modelo del perfecto rey-caballero, en contraposición al pérfido Carlos de Anjou, representándolo valiente, aguerrido hasta la temeridad, diligente y efectivo en la guerra contra los musulmanes, recto en la ejecución de la justicia, intransigente con los caprichosos y regalados nobles prestos a la traición, observador del bien general y emperador en sus Estados. Esta glorificación entraría más dentro de la esfera de la teoría política que de la historiografía. También a su modo trató de neutralizar los comentarios críticos alrededor de los reyes.

            En tal sentido dibujó una línea argumentativa muy clara. Jaime I se fue tornando a la vejez en exceso benevolente con sus vasallos. Los que disponían de castillos en Valencia a costum d´Espanya no dedicaban sus emolumentos a la protección militar debida, los almogávares se permitían la violación de los guiatges reales a los musulmanes rendidos, los mudéjares destrozaban sus pactos con ayuda granadina en tierras valencianas y algunos miembros de la familia real intrigaban con los enemigos angevinos. Ante tal estado de emergencia la enérgica desobediencia de don Pedro hacia su padre estaría más que legitimada.

            Su objetivo, en el fondo, no pasaba por la conculcación de los pactos feudo-vasalláticos, sino en su acomodación a la acrecida autoridad real, con derecho pleno a revisarlos según su criterio. En consecuencia, tras la derrota del mal vasallo amenazado de ejecución, se le obliga al público y pleno reconocimiento de sus errores y de sus agravios hacia el monarca para restituirlo en el goce de sus depurados derechos feudales, en teoría marcados por una insistencia mayor en el respeto de la fidelidad. Se cerraba el círculo ideal de ganarse el respeto de los vasallos con magnanimidad, ya que el más preciado tesoro de un rey era el afecto fiel de sus vasallos. A la hora de la verdad la rebelión estaba a la vuelta de la esquina. La conquista le servía de analgésico momentáneo.

            Y las grandes conquistas del siglo XIII, como la valenciana, crearon oportunidades únicas y nuevos problemas, en fórmula dialéctica fatal. Jaime I, por muy conquistador que fue, no se salvó de la protesta al modificar los términos de la ecuación. A finales de su reinado el dominio de Valencia parecía degenerar en la eclosión de una sociedad de saqueo, en especial en la frontera meridional. La caza del hombre era allí despiadada. Las menciones de Desclot sobre la entonces castellana Alicante resultan más que elocuentes. Un Aragón protestón ante Jaime I se mostraría inicialmente más complaciente con su heredero, que se coronó con pompa y celebración en Zaragoza y figuraría hablando aragonés en el Llibre dels feits. Por este lado las alegrías no durarían en exceso.

            La acción exterior trataría por todos los medios de frenar esta caldera, ya fuera creando oportunidades de enriquecimiento o de neutralización de la oposición, lo que explicaría la importancia de la carta de los Infantes de la Cerda, en medio de Castilla y Francia. Las monarquías feudales crearon un orden internacional movedizo y belicoso hasta el exceso, donde las fragilidades del cuerpo político terminaban pasando factura. Ese fue el drama geoestratégico de la Corona de Aragón, en exceso dispersa y fraccionada ante unos rivales más cohesionados. Sin embargo, sus victorias ante Castilla y Francia también demuestran que su porvenir no estaba ya adjudicado. El reino de Valencia actuó de lanza de ataque, escudo para detener los golpes y serón provisor.

            En las vistas de Tolosa los aragoneses ofrecieron a los franceses dulces de higos y pasas de indudable raigambre andalusí, tan presente aún en la coetánea Valencia, muy apreciados por los paladares ultrapirenaicos. Además de una delicada atención digna de la más refinada cortesía de su tiempo, era un sutil gesto de propaganda política y de declaración de poder. Los buenos vasallos del rey Pedro habían arrancado a los infieles comarcas feraces que en cuanto a riqueza poco tenían que envidiar a Tierra Santa, a diferencia de los franceses que no habían sabido mantener su dominio de Ultramar, y con generosidad de señores sentaban en su mesa suculenta a tales incompetentes. Ellos eran dignos de erigirse en los primeros caballeros de la cristiandad capitaneados por su gran monarca, cantado como dechado de virtudes feudales por el astuto Desclot.