LAS PROSAICAS CONDICIONES DE UNA ARMADA SANTA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Por mucho que las ciudades de un reino asomado al mar dispusieran de navegantes y de todo tipo de buques, la formación de una armada no resultó ser una tarea sencilla en la Baja Edad Media. Como las naves del propio monarca eran contadas, se recurría a las de los particulares para una expedición. Armar una nave de guerra exigía fuertes dispendios, y atraer a los patronos para fletar una flota en condiciones todavía más.
Tales dificultades se las encontraron tanto las autoridades reales como las de las ciudades valencianas en 1397, cuando intentaron hacer frente a los corsarios musulmanes que atacaban la costa del reino de Valencia. Siguiendo el uso de recurrir a sus vasallos en tiempos de guerra, Martín I autorizó a la ciudad de Valencia a formar una armada que se dirigiera contra los puertos enemigos del Norte de África. La expedición adquirió tempranamente el carácter de Cruzada, y el Papa Benedicto XIII concedió a los que tomaran parte indulgencias por tres años. Surgía la Santa Armada.
Sin embargo, hacerse a la mar se antojaba lejano, y pronto fenecieron las condiciones dadas por Martín I por seis meses. A 3 de mayo de 1398, desde Zaragoza, se acordaron otras, recordándose que las indulgencias valían por tres años.
El principal escollo era el económico. Para desbloquear la situación, se concedieron una serie de subvenciones. No sólo los gastos de armar las galeras se pagarían con el botín, sino que su mantenimiento se sufragaría con los fondos de las limosnas, indulgencias y legados píos, haciendo honor a la condición santa de la flota. También se otorgaron otras asistencias nada baladíes. Los dispendios de las atarazanas se cubrirían igualmente de aquellos piadosos fondos, y la ciudad de Valencia aportaría 1.600 quintales de galleta, lo que ponía de manifiesto su capacidad de abastecerse de cereales y otros alimentos.
La disciplina y el cumplimiento de las órdenes supremas plantearon otros problemas no menos delicados. A los patronos de las naves se les exigió que enrolaran gente capaz, abasteciéndola debidamente. Debían enfilar sus naves contra los objetivos norteafricanos inexcusablemente en tres meses, sin desviarse un ápice. Transcurrido aquel lapso de tiempo, se les permitía proseguir combatiendo en la costa norteafricana, con la advertencia de no atacar a ningún amigo a aliado del rey de Aragón.
Los servidores del monarca podían convertirse en piratas que persiguieran sus propios fines de enriquecimiento y promoción, muy al margen de la Cruzada, pero Martín I no tuvo más remedio que otorgar que los fondos de la empresa fueran administrados por los clavarios de los patronos. La realidad de la situación, la de un rey atado a los recursos de sus súbditos, no dejaba de ser tozuda, aunque se pensara abatir a los enemigos de la Cristiandad.
Fuente.
Andrés Díaz Borrás, Los orígenes de la piratería islámica en Valencia. La ofensiva musulmana trecentista y la reacción cristiana, Barcelona, 1993, Documento 77, pp. 304-312.