LLORAR AL REY.

31.01.2017 10:42

 

                En la Europa de los siglos XIII al XVII, que los historiadores acostumbran a dividir en dos edades distintas pese a sus muchas similitudes, se afirmó con fortuna variable el poder de los reyes, que aspiraron a ser emperadores en su propio reino según una conocida fórmula.

                Más allá de sus funciones como dirigente guerrero o administrador de la justicia de Dios, los monarcas más inteligentes se preocuparon por cuidar su imagen como padres protectores de la comunidad, la res publica que los estudiosos del mundo romano se complacieron en recordar. En la Corona de Aragón, esta noción hizo fortuna y se aplicó a la sociedad bien ordenada, según los criterios estamentales, desde el municipio al reino. Según la misma, el rey no podía conculcar sus leyes fundamentales ni contravenir la voluntad de Dios.

                El reino de Valencia, como el resto de integrantes de la Corona de Aragón, dispuso de instituciones parlamentarias y de supervisión del gasto real, lo que hizo de la propaganda un elemento nada desdeñable para imponer los monarcas su voluntad. Dentro de este poder blando, los actos por el fallecimiento de un titular del trono también se convirtieron en elementos vindicatorios de su persona, en la que los súbditos estuvieron obligados a llorar y lamentar su pérdida.

                El estudio de las obras de Melchor Miralles, el llamado capellán de Alfonso el Magnánimo, y del dietarista Pere Joan Porcar (presbítero beneficiado de la valenciana iglesia de San Martín en tiempos del Quijote) nos permite comprobar la existencia de un modelo de exequias regias en la ciudad de Valencia, que los Habsburgo heredaron de sus predecesores de la casa de Trastámara, al menos.

                El primer autor no entra en pormenores acerca de las honras fúnebres tributadas a Fernando I, el de Antequera, que fuera sepultado en el monasterio de Poblet el 2 de abril de 1416. Mayores detalles aporta de las de su coetáneo Alfonso V.

                A 15 de julio de 1458 llegó a la ciudad de Valencia un correo de Barcelona notificando su muerte en Nápoles. Toda autoridad, como la de los alcaides de las fortalezas, debía permanecer vigilante en su puesto. Se cerraron las ventanas del palacio del Real y las gentes vistieron de luto por las calles. El municipio anunció el 23 de julio que el 28 se celebrarían las exequias reales en la catedral y que todos deberían abstenerse de trabajar o abrir sus negocios esa jornada. En la sede valenciana se dispuso una construcción efímera en honor del difunto Alfonso.

                Pere Joan Porcar describe el mismo ritual más de cien años después, con motivo de la muerte de Felipe II, de la que supo gracias a las noticias impresas por el círculo del marqués de Denia y duque de Lerma, el valido de Felipe III. Llega a consignar en su dietario que aquel monarca cayó gravemente enfermo el 18 de julio de 1598 y falleció sobre las cinco de la mañana del 13 de septiembre. El camarero mayor Cristóbal de Mora fue el primero que lo supo y el que lo notificó a su heredero Felipe y a su favorito.

                El 26 de septiembre comenzaron a tocarse las campanas en Valencia a partir de las ocho. La del Micalet resultó especialmente solemne. Se convocaba así a sus vecinos. El trompeta mayor Joan Borja anunció la noticia y emplazó a los valencianos a cerrar sus establecimientos, incluyendo a los notarios, y a guardar el debido luto el próximo 6 de octubre, día de exequias. Costaba paralizar el quehacer cotidiano de la afanosa Valencia. Desde este punto de vista, la pompa del gótico fortaleció los fastos de la Contrarreforma en honor del poder regio.