LOS FAMILIARES DE LA INQUISICIÓN NO PUEDEN ALZAR SU COMPAÑÍA.

19.05.2019 11:19

                En 1636 la guerra de los Treinta Años se proseguía librando con particular intensidad más allá de los frentes del Sacro Imperio. La entrada en el conflicto de Francia había resultado ser una nueva carga, y no pequeña, para el extendido y comprometido imperio español. Decididos a aplicar las máximas que expusiera años más tarde el cardenal Richelieu en su Testamento político, los franceses obstaculizaron las comunicaciones españolas en el Mediterráneo Occidental para apartar a los gobernantes italianos de la corte de Madrid. La presión sobre las costas ibéricas también se hizo visible y en el verano de aquel año una armada francesa fue avistada frente a Alicante.

                Las autoridades llamaron a sus habitantes a la milicia. El virrey de Valencia don Fernando de Borja y Aragón, en su calidad de capitán general, echó bando para que acudieran al llamamiento personas de condición exenta como los caballeros, los ciudadanos honrados o los letrados. Por aquel tiempo, la baja nobleza ya fundamentaba más su posición social sobre la riqueza y el ejercicio del Derecho que sobre las armas. No obstante, dado el peligro, la orden fue bien recibida y los exentos se asentaron en las compañías ordinarias de la milicia local para acudir a rebato o al peligro.

                Sin embargo, el colegio de familiares o auxiliares del Santo Oficio, no siempre bien vistos por sus pretensiones de honor, decidió alzar su propia compañía, con caja y bandera. Tendría a su frente un capitán propio. Tal decisión no gustó nada al virrey, pues como capitán general del reino de Valencia le correspondía nombrar al capitán. Se acogió a la concordia de 1568 con la Inquisición y envió a negociar a Alicante al doctor en leyes Pedro Sanz. Por medio de su protonotario, el Consejo de Aragón resolvió a favor del virrey, que así conservó su regalía. En el fondo, se temía que los caballeros y los ciudadanos honrados solicitaran sus propias compañías.

                Mucho se ha escrito sobre el declive de la vocación militar en la España de los Austrias menores, que recientemente se ha puesto en relación con otros medios más útiles y menos peligrosos para alcanzar y conservar el poder. En la vecina Castilla, encontramos que instituciones como el cabildo de los caballeros de la nómina de Requena cada vez estaba más aquejado de falta de integrantes y de desinterés. Las oligarquías locales castellanas podían hacer su voluntad en la vida municipal, pero no ponían en duda la fidelidad al rey. En el reino de Valencia, como en otros Estados de la Corona de Aragón, la autoridad real creyó que nuevas formas de organización militar propia, como aquellas temidas compañías, pudieran insuflar nuevos aires levantiscos a su inquieta nobleza, tan dada a las parcialidades y bandos. Como muchos familiares del Santo Oficio eran de linaje caballeresco, el riesgo era evidente, máxime cuando ya varias cartas pueblas de lugares de moriscos expulsos desconfiaron vivamente del establecimiento de aquéllos. La milicia debía de servir al rey y no vehicular ninguna protesta que recordara, salvando las distancias y las diferencias, a las Germanías.