LOS MOLINEROS DE NUESTRA SEÑORA DE LA LLUVIA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

22.11.2020 13:00

 

                La molinería ha sido una dedicación profesional tan necesaria como polémica a lo largo del tiempo, pues los molineros han trabajado con los elementos primigenios del pan nuestro de cada día, del bendito pan, del pan del rey de buena calidad en condiciones favorables al consumidor. La labor de los molinos dependía en gran medida de la provisión de agua, cuando los de viento no se habían generalizado, y es elocuente que la cofradía de molineros de la ciudad de Valencia y su contribución estuviera consagrada a Nuestra Señora de la Lluvia, Nostra Senyora de la Pluja. En un territorio como el valenciano, tan condicionado por las oscilaciones pluviométricas, es muy natural que los molineros invocasen su protección.

                De 1578 tenemos noticia de tal cofradía, en la que se distinguían los mozos o fadrins de los casados, con sus respectivos mayorales y clavario. Tal distinción también obedecería a la categoría laboral de los mismos, la de los aprendices y servidores distintos de los maestros y señores de molinos. Tener un molino no estaba al alcance de cualquiera y más de un caballero acaudalado los poseyó como una buena inversión, convenientemente arrendada a un especialista en la molinería. La respetabilidad de la cofradía como institución en el Antiguo Régimen no evitaba las acusaciones de fraude, junto a los horneros y panaderos, que cargaban con no poca de la rabia popular en los momentos de escasez. En 1594 una pragmática real pretendió reformar o acabar con sus abusos, dentro de la economía moral de su tiempo. Las autoridades reales permitían la iniciativa individual dentro de unas normas de protección de la comunidad, de la cosa pública.

                Los molineros no tuvieron, con todo, los beneficios esperados y mantener con el decoro debido la cofradía también ocasionaba sus buenos dispendios. El 10 de octubre de 1607 se aumentó la cuota anual del primero de enero de seis a nueve sueldos, contra el parecer de algunos cofrades como Martí Puig, cuya fortuna sería menor. En un tiempo marcado por la sequía, también se decidió que de tales cuotas los mayorales y el clavario de los casados dieran veinte libras a los oficiales de los solteros (casi unos propiciadores de la fertilidad natural) para celebrar una misa a Nuestra Señora de la Lluvia en el convento del Carmen de Valencia, entonces en plena remodelación edilicia. En muestra de buena voluntad, cuatro casados y cuatro ayudarían a portar la bandera de la cofradía en las grandes solemnidades procesionales, bajo pena de veinte sueldos. Para evitar competencia indeseada en un tiempo de decisiones polémicas, se estipuló que todos los señores de molinos de la ciudad y contribución de Valencia debían ingresar en la cofradía. Solamente los caballeros o los que gozaran de privilegio militar estarían exentos de pagar el derecho de entrada de diez libras, compatibilizándose la condición de cofrade de un oficio con la de privilegiado nobiliario.

                La cofradía se consolidó y el 13 de octubre de 1644 se dispuso que quien aspirara a ser molinero debía de haber servido como criado molinero durante tres años. Se trataba de evitar ciertas competencias y se estipuló que los molineros de fuera de la ciudad debían pagar de cuota de entrada unas veinte libras y treinta los de fuera del reino. Los vecinos de Valencia podían moler con otros de la cofradía, algo muy poco grato para la misma.

                Los problemas de la década de 1640, muy condicionados por las exigencias militares de la Monarquía para el frente de guerra catalán, provocaron más de un  desencuentro entre los molineros y el municipio valenciano. En 1646, su síndico Juan Reig expuso que por fuero toda persona podía acudir al molino que quisiera. Según su parecer, los molineros prohibían tal derecho a la ciudad a los vecinos de la ciudad, que invocó el derecho de amasijo del 20 de enero de 1629, por el que los vendedores de trigo entregaban tamizado el cereal a moler. A 23 de mayo de 1646 la cofradía insistió en que solamente los molineros podían tamizarlo, una acción que granjeó a muchos de ellos las acusaciones de fraude y mala fama. No todos los que se dedicaban a las tareas de la moltura tenían la misma cualificación y en 1660 la misma cofradía denunció que algunos señores de molinos recurrían a personas sin los debidos conocimientos.

                Dentro de la cofradía, como puede verse, la armonía era más un ideal que una realidad, dadas las diferencias de condición legal y fortuna de sus integrantes. El 15 de enero de 1672 se insistió en el pago de las prescriptivas cuotas. Los compromisos laborales de los aprendices no siempre se cumplían y algunos señores les ofrecían mejores condiciones durante su periodo de aprendizaje para privar de sus mozos a otros. Se insistió, pues, en el cumplimiento de lo acordado y se recordó que ningún cofrade podía tener dos molinos.

                Tales diferencias de fortuna, que se intentaban limar, también reflejan el auge de la molinería como negocio, en una época en la que la población y la economía valenciana ya daban tempranas muestras de recuperación. En aquel año de 1672 se registraron setenta y un molinos ligados a la cofradía, que pagaban un determinado arrendamiento anual, algo siempre bien visto ante la incertidumbre del porvenir. En el fondo, uno de los más preciados milagros de Nuestra Señora de la Lluvia fue mantener la cofradía en medio de intereses tan encontrados.

                Fuentes.

                Els artesans de la València del segle XVII. Capítols dels oficis i col.legis. Edición de Isabel Amparo Baixauli, Valencia, 2001, pp. 166-171.