LOS MORISCOS VALENCIANOS SEGÚN UN COLEGIAL SALMANTINO DE TIEMPOS DE FELIPE II.
A mediados del siglo XVI las voces más críticas del estamento eclesiástico juzgaban el estado del reino de Valencia como si Jaime I no lo hubiera conquistado. Los moriscos no habían abjurado de las creencias y costumbres musulmanas. Se reconocía que habían sido bautizados a la fuerza ante un alguacil y un verdugo que los amenazaban con ejecutarlos en el garrote, en tiempos de las Germanías, e incluso algunos habían sido rociados a modo de hisopo en un campo con burla manifiesta.
Al final semejantes actos fueron considerados válidos, no sin graves incidentes, y bajo Carlos V se pensó catequizar a los nuevos convertidos. En la ciudad de Valencia se fundó un Colegio para tal propósito, se fundaron 146 rectorías o curatos en el reino (dotadas cada una con treinta libras) y se enviaron misiones de predicación.
Sin embargo, estas medidas no dieron el fruto esperado. El arzobispo de Valencia Francisco de Navarra (1556-63), muy comprometido con el movimiento de la Contrarreforma, le comunicó a Felipe II la situación en Toledo. Uno de sus hombres de confianza, el canónigo de la colegiata de Játiva Merino, insistió en la gravedad del problema y en los medios para solucionarlo. Había formado parte del Colegio de Oviedo de la Universidad de Salamanca, tan grato al arzobispo, e intervenido en la reforma del también salmantino Colegio del Salvador. Con motivo de las Cortes del reino celebradas en la aragonesa Monzón en 1563-64 propuso al rey su particular receta.
Admirador de la medida de expulsión de los judíos de los Reyes Católicos, aprobó el desarme de los moriscos de 1563 y el establecimiento del fuerte del Bernia como medio de cerrar la puerta de Argel, en un tiempo de intenso enfrentamiento con el imperio otomano y sus dependencias norteafricanas. Su punto de vista era el de un eclesiástico castellano en tierra valenciana, atento a los cambios de su época y favorable al Santo Oficio; es decir, el de un agente de la monarquía de Felipe II, que no escasas controversias ocasionaría en la Corona de Aragón.
La política adoptada bajo Carlos V había fracasado. Los alfaquíes conservaban su influencia bajo la protección de sus señores los caballeros, por lo que las heredades de las mezquitas no pasaron a las nuevas iglesias.
Se debía proceder con energía y expulsar a los alfaquíes a los pueblos de Castilla la Vieja que señalara el rey para apartarlos de los suyos. Aquí se anunciaba la expatriación posterior de los moriscos granadinos a tierras castellanas. A los que se opusieran se les mandaría a África. Perderían su vida y bienes si se les encontraba un Corán imprentado o a mano.
La disolución de la minoría intelectual morisca se completaría obligando a vivir a aquellos musulmanes en los pueblos cristianos de realengo para que abandonaran sus trajes y costumbres, sus cultemas. El Colegio carolino de Valencia también debía trasladarse a Salamanca para que sus alumnos moriscos abandonaran parentela y lengua.
A su modo el mudejarismo había ayudado a preservar una sociedad islámica bajo el dominio cristiano en el reino de Valencia. Las familias que componían las localidades y arrabales musulmanes o morerías dispusieron de sus propias autoridades o aljamas encargadas de recaudar los tributos señoriales y de preservar la fe islámica. El propio Merino denunció el comportamiento de los alguaciles moriscos. La desestructuración de aquella sociedad morisca ayudaría a la cristianización a la manera de las comunidades amerindias del Nuevo Mundo.
La ordenación eclesiástica valenciana en rectorías tampoco fue del agrado del maestro Merino. Los 2.000 ducados tomados del Arzobispado, primicias y contribución de pavordías y dignidades para dotarlas habían resultado tan gravosos a unos como insuficientes para los curas párrocos. Los señores se habían alzado con los bienes de las mezquitas en muchos casos y el colector de tales rentas se había topado con serias dificultades. Al separarse las parroquias de moriscos de las de cristianos, en lugar de considerarlas anejas, los primeros habían tenido mayor libertad. Sus párrocos no habían actuado con la energía debida y los predicadores enviados en misión resultaban menos eficaces que los buenos pastores. En consecuencia, instaba a la adopción de cuatro o cinco arciprestazgos al modo castellano con la obligación de visitar los lugares de moriscos cuatro veces al año.
La reformación debía encomendarse al Santo Oficio. Debería alargarse la absolución en secreto de apostasías y herejías, las constituciones sacerdotales deberían de contener penas más severas y destinar alguaciles más enérgicos a los lugares de moriscos.
El rey no debería salir del reino de Valencia hasta no ordenar lo recomendado, según Merino, pero el problema se agravó con los años, con el resultado de todos conocido. De lo escrito por Merino queda al menos la perspectiva con que un religioso de la Corona de Castilla contemplaba la compleja realidad valenciana del siglo XVI.