BATALLAR DENTRO DE UN ORDEN.

11.11.2018 16:57

                El reino de Valencia surgió de una conquista en la que participaron personas de distinta condición. La guerra les había permitido, en el mejor de los casos, mejorar su fortuna, y consideraron el ejercicio de la fuerza esencial para lograr sus fines, como satisfacer sus reclamaciones. De no hacerlo, quedaría en entredicho su condición social y su auténtica valía humana. Con tales ideas, no resulta nada extraño que la sociedad del feudalismo (con todos los matices que suscite tal expresión) fuera violenta. La historiografía actual ya no contempla el sistema feudal como un caos donde imperó la fuerza, sino que ha interpretado antropológicamente la violencia como una forma de resolución de los conflictos, ciertamente detestable. Desde esta óptica, las luchas precederían a los pleitos, intentarían forzarlos y a veces los mismos tendrían mucho de guerrero.

                Jaime I autorizó en los Fueros valencianos tal manera de actuar. Se podría decir que él mismo había actuado así para fortalecer su autoridad, después de una minoría de edad muy complicada y tras un siglo XII en nada pacífico para una buena parte de los reinos de la Cristiandad europea. Respetuoso con la jerarquía, solo unos pocos gozarían del derecho de arreglar sus pleitos por medio de desafíos caballerescos.

                A comienzos del siglo XV, las tierras valencianas se encontraban conmovidas por episodios violentos, de difícil control, y Martín I el Humano intentó canalizarlos de la mejor manera que pudo. Nunca impugnó las costumbres que la animaban, pero al menos intentó someterlas a la autoridad real por medio de fueros dados en Cortes, como los promulgados en 1403.

                Solo podían empuñar las ramas del desafío los ricos hombres, nobles, caballeros, hombres de paraje, ciudadanos honrados y hombres de villa honrados que no trabajaran con sus manos. La mentalidad caballeresca se había extendido entre los grupos no nobiliarios que regían los centros urbanos, impregnando su forma de ser. Su afán de sobresalir y sus apetencias tuvieron mucho de guerreras. La supuesta decadencia de la caballería no resultaría clara, precisamente.

                El éxito de los desafíos caballerescos y su popularización comportaron modificaciones de lo establecido en los días de Jaime I. De forma consuetudinaria se habían aplicado interpretaciones gracias a los hechos consumados. Consciente del peligro de desborde, Martín I quiso frenarlos para preservar su autoridad, consignada en la ley escrita acordada en Cortes.

                Los desafíos debían ser presentados debidamente, algo que favorecería la redacción de magníficas cartas de batalla desde el punto de vista literario. De no encontrarse el desafiado en su domicilio o fuera del reino, se trasladaría al gobernador o a su lugarteniente para que lo cursara oportunamente. Deberían de hacer acto de presencia tres testigos de la condición social del implicado, siempre para no quebrar la jerarquía social, y pregonarlo públicamente. Los duelos iban a ser asimilados a los pleitos. Es un elocuente testimonio del tránsito entre desafío y pleitos judiciales en las sociedades europeas.

                Conscientes de la importancia de la limitación del daño, de reconducirlo desde un altercado social a una cuestión personal, se insistió en que no se dañaran ni vasallos ni bienes de ningún género, pues los bandos entre coaliciones de particulares demostraron ser feroces. En consonancia, cuando alguien suscribía unas condiciones de tregua ante una Corte judicial, debía ser respetado. Fueron buenos propósitos, aunque no evitaron que en los próximos siglos se extendiera el bandolerismo por tierras valencianas.