LOS LABRADORES DE LA HUERTA VALENCIANA SE AMOTINAN. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

28.06.2020 15:25

 

                La Monarquía de Felipe IV se enfrentó a varias rebeliones desde 1640 y en un momento determinado se temió que el reino de Valencia siguiera el camino de otros. Los impuestos indirectos se hicieron cada vez más pesados, ante las necesidades imperiosas de dinero de guerras interminables, y la ciudad de Valencia quiso extender más allá de su contribución las que gravaban al consumo de carne. El 24 de diciembre de 1646 tomó las tablas de carnicería para sí, que serían arrendadas a particulares. Los dueños de los lugares de Mislata y Chirivella fueron obligados a entrar en este sistema el 9 de septiembre de 1647, pero el de Alboraya opuso una tenaz resistencia legal.

                Lo cierto es que la venta de carne en estas condiciones había molestado a los grupos de labradores de la huerta valenciana, que además de pagar una carne más cara debían satisfacer la sisa del pan, la del vino de su propia cosecha, el derecho de puertas por los capullos de seda, cebada o legumbres y observar el derecho de estanco del aguardiente. Tales medidas no solo penalizaban a los consumidores (acumulándose atrasos por la sisa del pan de 450 libras en 1663), sino también a los vendedores. La iniciativa de los grupos campesinos de la huerta valenciana era amenazada. Significativamente, las autoridades consideraron el abasto de la carne el verdadero desencadenante del movimiento de protesta.

                Los dietaristas Ignacio Benavent y José Agramunt nos relatan cómo fue el motín. El 25 de junio de 1663 estalló la insurrección contra el gobierno municipal, no escapando de las invectivas el virrey (el marqués de Camarasa), el arzobispo y el gobernador de la ciudad. De poco sirvieron las llamadas a la calma de los religiosos, pues seis mil personas con armas de fuego se dieron cita en el llano de la Zaidía para asaltar la capital. De la organización del movimiento no se nos dice apenas nada, pero no cabe duda que no era una simple protesta de masas. Quizá los poderosos de los pueblos contribuyeran a forjar su organización.

                Los jurados de la ciudad de Valencia se sintieron especialmente amenazados y ordenaron el armamento de los vecinos. Los amotinados intentaron irrumpir por el Portal Nuevo y que los franciscanos mostraran un Cristo crucificado no calmó los ánimos. Dijeron los labradores que no eran gentes a convertir. Con todo, el santísimo Sacramento sí logró calmar algo la situación, una vez que se había abierto fuego por algunos.

                El virrey quiso serenar los ánimos y accedió a firmar los capítulos de los amotinados: indulto de los participantes, no pagar la sisa del pan, perdón del atraso de las 450 libras, no satisfacer la sisa por el vino de propia cosecha, de junio a agosto gozarían de preferencia para vender su cereal en el almudín municipal, franquicia de las barchillas y del derecho de puertas y la libra de carne se ajustaría al precio de cuatro sueldos, igual en la ciudad que en los lugares de la contribución.

                La tranquilidad fue ilusoria, pues el 26 de junio volvieron a la carga los amotinados. Cercaron el perímetro de la ciudad de Valencia por grupos. Por el arzobispo se supo que deseaban que el gobierno municipal también firmara lo concedido por el virrey. El consistorio valenciano no aceptó y emprendió preparativos militares. Con lo disponible en la Casa de las Armas se alzaron hasta 16.000 hombres, de los que 6.000 eran mosqueteros. Los sacerdotes también ofrecieron ayuda.  Los oficios artesanales secundaron la iniciativa por la interrupción del comercio, hasta de lo más necesario como el suministro de agua para moler el grano, la medicinal nieve o la carne.

                Todo parecía conducir a un enfrentamiento entre huertanos y ciudadanos, en apariencia. El gobernador de Valencia no logró disuadirlos y el virrey abandonó aquella noche del 26 el Real por el palacio del arzobispo, algo que fue visto por algunos como un gesto de cobardía.

                Se deliberó y al final se impuso el criterio del virrey. Los jurados firmaron las capitulaciones y el 7 de julio se envió una carta al rey. El cansado Felipe IV agradeció la quietud y la paz lograda tras duros años de contrariedades y una ruinosa guerra con Portugal por medio.

                En las semanas siguientes, con más calma, el Consejo de Aragón abordó el tema. Si el 31 de agosto reconoció el temor a la insurrección, el 16 de noviembre ya recomendó que se introdujera lo antes posible el cobro de sisas como las del pan. De tardarse, una vez serenados los ánimos, sería más difícil. Los lugares de la huerta podían arrendar la venta de carne con el beneplácito de la ciudad, cuyas autoridades no se salvaron de las reprimendas, pues por cosas menudas habían aventurado la tranquilidad pública. Las paradojas del Barroco eran una verdadera realidad.

                Fuentes.

                ARCHIVO DE LA CORONA DE ARAGÓN.

                Consejo de Aragón, legajos 0580, nº 001.

                Memoria escrita, historia viva. Dos dietarios valencianos del seiscientos. Edición de E. Callado y A. Esponera, Valencia, 2004.